En defensa de la duda
Por Sergio Sinay
Es imposible no dudar y es imposible no decidir (por acción
o por omisión). Dudamos y decidimos. A menudo lo hacemos del mismo modo en que
respiramos o caminamos. Sin pensarlo o sin ser conscientes de ello. Dudar es
parte de la vida. Y a lo largo de ella hemos resuelto dudas y tomado y
ejecutado decisiones. Si ponemos el acento en la decisión y no en la duda,
estamos privilegiando el resultado por encima del proceso necesario para
alcanzar ese resultado. Pareciera que duda y decisión fueran términos
antagónicos. Quequien sabe decidir no duda y el que duda no es confiable en sus
decisiones. Sin embargo, duda y decisión son términos complementarios, partes
de un proceso de resolución de situaciones.
La duda
es un período necesario en todo proceso de decisión. Durante ese período
acopiamos información (racional, fáctica, emocional y afectiva) sobre las
opciones que se nos presentan y, especialmente, acerca de nuestros propios
aspectos o facetas interiores que se expresan en esta situación.
Quizá la
duda es una maestra. Se presenta para que, afrontándola, podamos descubrir qué
parte de verdad hay en cada una de las alternativas que se nos ofrecen. Si
podemos reconocer lo esencialmente verdadero de cada opción, se reducirán los
márgenes de error de nuestra decisión. Porque ninguna duda se resuelve de
manera integradora y armónica mediante la exclusión o descalificación de uno de
los términos. Como todo desacuerdo, la duda no debe ser rechazada ni cancelada,
sino resuelta. Resolver es encontrar un nuevo estado a partir de los elementos
dados. Es transformar, encontrando cuotas de verdad en cada opción.
Muchas veces resolver una duda es crear una nueva opción, no contemplada en el principio. Más allá de los resultados aprender a dudar, es aprender a decidir.
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