viernes, 26 de mayo de 2023

 

En defensa de la duda

Por Sergio Sinay




 

 

Es imposible no dudar y es imposible no decidir (por acción o por omisión). Dudamos y decidimos. A menudo lo hacemos del mismo modo en que respiramos o caminamos. Sin pensarlo o sin ser conscientes de ello. Dudar es parte de la vida. Y a lo largo de ella hemos resuelto dudas y tomado y ejecutado decisiones. Si ponemos el acento en la decisión y no en la duda, estamos privilegiando el resultado por encima del proceso necesario para alcanzar ese resultado. Pareciera que duda y decisión fueran términos antagónicos. Quequien sabe decidir no duda y el que duda no es confiable en sus decisiones. Sin embargo, duda y decisión son términos complementarios, partes de un proceso de resolución de situaciones.

La duda es un período necesario en todo proceso de decisión. Durante ese período acopiamos información (racional, fáctica, emocional y afectiva) sobre las opciones que se nos presentan y, especialmente, acerca de nuestros propios aspectos o facetas interiores que se expresan en esta situación.

Quizá la duda es una maestra. Se presenta para que, afrontándola, podamos descubrir qué parte de verdad hay en cada una de las alternativas que se nos ofrecen. Si podemos reconocer lo esencialmente verdadero de cada opción, se reducirán los márgenes de error de nuestra decisión. Porque ninguna duda se resuelve de manera integradora y armónica mediante la exclusión o descalificación de uno de los términos. Como todo desacuerdo, la duda no debe ser rechazada ni cancelada, sino resuelta. Resolver es encontrar un nuevo estado a partir de los elementos dados. Es transformar, encontrando cuotas de verdad en cada opción.

Muchas veces resolver una duda es crear una nueva opción, no contemplada en el principio. Más allá de los resultados aprender a dudar, es aprender a decidir.

domingo, 14 de mayo de 2023

En la era del autobombo

 

En la era del autobombo

Por Sergio Sinay

 

 


Corren tiempos de ansiedad, velocidad, alienación, indiferencia, globalización, soberbia tecnológica, etcétera. Y es también la era del autobombo. De la literatura del yo, el narcisismo, la primera persona del singular, la indiferencia ante el otro, la auto celebración, las selfies, e incluso la victimización ante cualquier obstáculo a los propios deseos. La era de un yo sin tú. El filósofo existencialista austríaco israelí Martín Buber (1878-1965), decía que la palabra “yo” solo adquiría sentido ante la presencia de un “tú”, pues de lo contrario nada significa. Y al pronunciarla nos convertimos en el tú del otro, del prójimo, quien se percibe a sí mismo con el vocablo “yo”. Por lo tanto, yo-tú es una sola palabra, según Buber la palabra primordial, base de toda experiencia humana.

La cultura del autobombo destruye la palabra primordial. El diseñador de modas y prestigioso perfumista francés Serge Lutens dice que se pasó de la cultura del “saber hacer” a la del “hacer saber”. Poco importa el valor, la trascendencia, el sentido, el basamento moral o la huella que se dejará en el mundo para mejorarlo. La cuestión esencial es ser visto, tener seguidores, “fans”, estar en los medios, ser nombrado, generar impactos efímeros y banales pero visibles y audibles. Es el tiempo de los “influencers”, de los “youtubers”. Dos raras e insólitas profesiones nacidas al calor de internet y de las redes sociales. Consisten en ser famoso, no importa el motivo.

 

ACTUAR CON EGOÍSMO

No es algo nuevo. El 31 de agosto de 1997, antes de las redes, la revista de negocios “Fast Company” (hoy existe en versión digital) publicaba un artículo de Tom Peters, célebre gurú del marketing, en el que incitaba a sus lectores a convertirse ellos mismos en marcas. El nuevo mundo es el mundo de las marcas, anunciaba Peters en ese artículo titulado precisamente “Una marca llamada tú”, y en lugar de llevar distintivos ajenos (como los que se lucen en remeras, sacos, tazas, lapiceras, relojes, vaqueros y hasta tatuajes) es hora de lucir el propio, de convertirse uno mismo en etiqueta. Sin metáforas, el gurú aconsejaba: “Preguntate por qué querés ser famoso”. Y señalaba que, fuera cual fuese el motivo, este y el contenido son menos importantes, que el chisporroteo. No hay límites, apuntaba, para el modo en que puedes crear y reforzar tu perfil. Todo vale. Es así como lo hacen las grandes marcas y solo se trata de imitarlas. Desarrollar, insistía Peters, el poder de la influencia. Se estaba adelantando a la era de los “influencers” y los “youtubers”, los estaba anunciando. “Puede sonar egoísta”, escribía. “Pero esto requiere que actúes egoístamente: que te promociones, que el mercado te recompense”.

Más tarde, en 2005, el filósofo francés Giles Lipovetsky publicaba un ensayo ya clásico: “La era del vacío”. El consumismo desbocado, el individualismo feroz, la adicción a lo nuevo por lo nuevo mismo, la obsesión por el cuerpo, la indiferencia ante los temas colectivos y sociales, el hedonismo, la pasión por lo efímero y descartable (incluidas las personas), la seducción por lo banal y superficial. Algo que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) bautizaría como “tiempos líquidos”. Una existencia carente de sentido. Su precio es la angustia existencial, que ningún psicofármaco puede remediar, aunque se los consuma masivamente como golosinas. En ese vacío flotan preguntas que abruman desde la consciencia o desde el inconsciente. ¿Para qué vivo? ¿Quién soy? ¿Existo? Las respuestas nunca están afuera de cada individuo, sino en lo más profundo de sí, un espacio al que se teme bajar. Para evitarlo hay quienes hacen lo que fuere, desde las conductas, hasta las vestimentas o la martirización de sus cuerpos a través de piercings, tatuajes, dietas o cirugías. La cuestión es llamar la atención, ser visto, que la mirada ajena diga que uno existe. Otros buscan respuestas en la adhesión masiva a ídolos que incluyen desde políticos hasta cantantes, deportistas, performers o, simplemente, influencers. La masividad y los fanatismos son anestésicos para el dolor de la consciencia y para diluir la responsabilidad sobre la propia vida.

 

CONVERTIRSE EN PRODUCTO

En ese campo fértil florecen influencers, “youtubers” y una amplia fauna de famosos. Se auto celebran y buscan afanosamente la celebración ajena. En una nota de la periodista Karelia Vázquez para el diario español El País en febrero de 2022 Steven P. Vallas, profesor de Sociología del Trabajo en la Northeastern University de Boston dice: “Aunque podría pensarse que construir una marca personal es inevitable en el capitalismo tardío, se trata de un argumento que pone el éxito por encima de la autenticidad a un costo muy elevado. Me pregunto, ¿por qué utilizar el discurso del branding (marcas)? Veo un problema cuando nos consideramos a nosotros mismos como productos cuyo valor debe expandirse como sea por nuestro propio bien”. A su vez el académico canadiense en ciencias políticas David Zweig celebra a quienes se resisten al autobombo y la autocelebración: “De hecho, la ausencia de autobombo ha sido parte de su éxito. No estoy sugiriendo que haya que esconder los méritos, pero buscar el reconocimiento a toda costa no es el mejor camino para la realización”.

El autobombo abarca no solo a figuras del espectáculo, la moda, la canción, la literatura, los medios, el deporte o la simple nada, sino también a científicos y políticos. En 2019 un estudio de la revista Nature mostraba que muchos de los más renombrados científicos del mundo, incluidos premios Nobel, se citan a sí mismos permanentemente e incluso cuentan con equipos encargados de hacerlo. Cuando Santi Maratea alardea de la mansión que alquila en Bariloche para sus vacaciones (gracias sus acciones filantrópicas) y admite que para salvar al club Independiente de sus deudas él cobra un 5% de los aportes de los hinchas, simplemente confirma que en la era del autobombo lo que importa es el negocio. El contenido es medio para un fin.

lunes, 1 de mayo de 2023

 

Cooperar o agrietarse


Por Sergio Sinay





 

Charles Darwin, el célebre naturalista inglés que en el siglo diecinueve revolucionó y transformó el paradigma sobre la evolución con su libro El origen de las especies, señaló que la necesidad de cercanía y pertenencia son un instinto prioritario en nuestra especie. Para él aquellos dos atributos se anteponen a la agresividad. Ésta y el miedo aparecen como reacción contra lo que amenaza la vida. Según Darwin, el objetivo inicial del ser humano en el planeta es el de cooperar para vivir.

Para lograr este propósito cada humano necesita de sus congéneres. No sobrevive en la soledad absoluta, del mismo modo que una planta no sobrevive sin riego. Nos regamos con nuestra mutua presencia. Es imposible pensar en valores esenciales como la sinceridad, la confianza, la honestidad, la empatía, la generosidad o la responsabilidad sin la presencia de otro. Se manifiestan siempre hacia y desde otro, si no se expresan en una interacción y en una relación pierden sentido, dejan de existir. Lo mismo ocurre con el amor. Esto es tan obvio y natural que no pensamos en ello y olvidamos que se trata de un hecho constitutivo de la existencia.


La palabra primordial

Solo podemos ser a partir de vincularnos. Como afirmó Martín Buber (1878-1965), filósofo existencialista israelí nacido en Austria, no hay un yo sin un tú. En su esencial ensayo titulado precisamente “Yo y Tú”, Buber señala que no se trata de dos términos, sino de una sola palabra, a la que llama “palabra primordial” por considerarla fundadora de la experiencia humana. Soy en relación con otro. Soy en tanto, ante mí, otro es. Y llegados a este punto, todos los vínculos imaginables y posibles entre los más de 8 mil millones de humanos que poblamos la Tierra, así se trate de vínculos íntimos y privados hasta públicos y colectivos, serán siempre relaciones entre seres diferentes. Entre individuos únicos. Desde que hubo dos humanos en la superficie del planeta ha sido siempre así y así siempre será.


“Ellos” y “Nosotros”

 Si bien las similitudes nos acercan, facilitan las elecciones entre unos y otros y nos permiten reconocernos como congéneres, hay más diferencias que semejanzas entre todos nosotros. Es lógico y natural. Por eso cada uno es original y único. Y en las diferencias se basa el potencial de todo vínculo, porque lejos de restar suman. Ningún individuo es completo y autosuficiente, a todos nos falta algo que otro tiene, todos tenemos algo que a otro le falta.

Cuando se pierde la capacidad de pensar (un don humano poco apreciado en la práctica) dejamos de comprender y apreciar el valor de las diferencias. Vemos lo distinto en el otro como una amenaza, como un obstáculo. Solo confiamos en quienes piensan como nosotros, en quienes tienen nuestros mismos gustos, en quienes ven todo del mismo color en que lo vemos. Y creamos con ellos una tribu en la que solo pueden entrar los semejantes. Todos los demás son adversarios o enemigos. El mundo se divide a partir de ahí en “ellos” y “nosotros”. En “nosotros” contra “ellos”. “Nosotros”, por supuesto, somos mejores que ellos, las virtudes son propias, los defectos son ajenos. Así será hasta que, dado que no hay dos seres humanos iguales, descubramos que también entre nosotros hay diferencias y comiencen los enfrentamientos dentro de la tribu.


Diferencias y diferencias

Esto no es otra cosa que la génesis de las grietas. Y puede verificarse, como de hecho ocurre, en todos los órdenes de la vida en sociedad. Las grietas no son solo políticas, las hay en el deporte, en la economía, en las organizaciones, en las familias, en los grupos de trabajo, en las universidades, entre profesionales y trabajadores de un mismo ámbito, hay grietas de género, de nacionalidad, de religión, de raza. Se da hoy la patética ironía de que, en una era en que se habla hasta por los codos de globalización y se la presenta como la panacea universal, vivimos en un mundo fragmentado y agrietado por donde se lo mire.

En su libro El cerebro moral la filósofa canadiense Patricia Churchland, autoridad en el campo de la neurofilosofía (disciplina que cruza la filosofía con la neurociencia) advierte que cuanto más crecen los grupos sociales y cuanto más complejas se hacen su organización y sus interacciones, más difíciles de resolver son los problemas que se presentan, y que precisamente por ese motivo resultan más necesarias la cooperación, la confianza, la búsqueda de propósitos comunes, el establecimiento de códigos y normas de convivencia y de relación y el respeto de estos.

Nada de esto quita que no todas las diferencias son conciliables. Las de valores no admiten concordancia, y quien la proponga erra el camino en nombre de una “corrección” o un “buenismo” estériles. Pero salvo las diferencias de valores (o las que nacen de la intolerancia religiosa), las hay que son naturalmente complementarias y otras, acaso las más numerosas, que, aunque no se complementen naturalmente, entregan una rica materia prima para construir relaciones sólidas, con cimientos firmes. Son las diferencias abordables, aquellas en las que se aprende a dar para recibir, a resignar para engrandecer, a escuchar y mirar para comprender. Las que, aceptadas, se convierten en puentes para atravesar grietas.

(Este artículo es una síntesis de la columna Cómo abrir y cerrar grietas, que publiqué en el diario El Día, de La Plata, el 30/4/2023)