Por Sergio Sinay
Juezas
que se autoperciben como emisarias de la justicia divina y titulan con esas
palabras (Justicia Divina) una nonata miniserie sobre sí mismas.
Presidentes que se autoproclaman refundadores de la historia nacional (o
universal) protegidos por imaginarias fuerzas celestiales. Figuras deportivas o
del espectáculo e influencers que sin pudor hacen alarde de sus posesiones
materiales. Redes sociales convertidas en vidrieras en las que, mediante selfies
y trucos de inteligencia artificial, millones de personas se exhiben como
productos codiciables en el afán de sentirse vivos. Por donde se mire no son
buenos tiempos para la humildad. El egocentrismo y el narcisismo, convertidos
en epidemias en plena era del vacío, la han arrinconado. El egocentrismo
dificulta la posibilidad de considerar al otro, de ver las cosas desde una
perspectiva que no sea la propia, estimada como verdadera y única. Jean Cole
Wright, doctorada en psicología moral y catedrática en el Charleston College
(una de las más antiguas instituciones educativas estadounidenses) lideró un
equipo que estudió durante más de diez años las funciones de la humildad. “No
pensé que fuéramos a llegar a mucho”, confiesa en un ensayo titulado La
humildad como base de una vida virtuosa. “Me parecía una virtud poco
interesante, si es que era una virtud”. Finalmente llegó a la conclusión de que
es un correctivo del egocentrismo, y que permite estados «hipoyoicos», en los
que se aquieta el yo. Se reduce la hiperfocalización en uno mismo, lo que
permite desplazar más la atención hacia el exterior y contemplar otras ideas,
otros sentimientos, la existencia de otras personas.
La
humildad es una virtud tan humilde que quien se jactara de poseerla estaría
demostrando, en ese mismo instante, que no la tiene, como bien apunta el
filósofo francés André Comte-Sponville en El pequeño tratado de las grandes
virtudes. “Es la virtud de la persona que sabe no ser Dios”, define. Algo
al parecer muy difícil en los tiempos que corren. Es que para ser experimentada
la humildad requiere la certeza de vivir una vida propia, autónoma, una vida
elegida, que no necesita de la alabanza o la aprobación ajena para ser real.
Una vida que no es perfecta, que quizás no alcanza los ideales soñados, pero
que no resigna, no canjea, no pervierte valores y permite dormir en paz. Es una
virtud difícil de sostener en una cultura que valora sobre todo el poder, el
éxito material y económico, la figuración por cualquier motivo y a cualquier
precio, el halago fácil. Una cultura donde todos esos “logros”, reales o
ficticios, deben ser exhibidos, y en la cual muy fácilmente humildad puede
confundirse con debilidad, timidez o miedo. Y es al revés: ejercer la humildad
en ese contexto requiere fortaleza y coraje espiritual, atributos necesarios
para que tampoco se la confunda con humillación. Humillarse es postrarse ante
alguien, someterse a él con obsecuencia, temor o impotencia. Por lo contrario,
la humildad suele ser una forma de resistencia moral ante un poder arbitrario.
Y mientras la voracidad y la urgencia del egocentrismo y del narcisismo apenas
pueden ocultar la inseguridad y el complejo de inferioridad de quienes los muestran,
la humildad discurre por los caminos de la paciencia y la certeza.
En tanto
la arrogancia y la soberbia, otros de sus opuestos, terminan por ser sinónimos
de ignorancia, la humildad es el ropaje emocional de quienes no pretenden saber
todo, poder todo y poder con todo. No suele ser devorada por el tiempo ni por
las circunstancias, permanece en él y a través de ellas. La humildad, dice
Comte-Sponville, es la virtud de saberse uno mismo, solo eso, no menos que eso.
Reconocimiento de lo que no somos. Lo que requiere, en principio, peguntarse
quién es uno. Para no caer en lo que sabiamente advertían Les Luthiers:
“Lograrás una humildad que te llenará de orgullo y de soberbia…”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario