martes, 24 de enero de 2017

La “anomia boba”, un producto nacional

Por Sergio Sinay








Una encuesta realizada por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y publicada en diario El Día, de La Plata, el domingo 15 de enero pasado daba cuenta de que, según propia confesión, el 71% de quienes concurren a las fiestas electrónicas (o “raves”) habían consumido drogas psicoactivas o pensaba hacerlo. De ellos el 75% eran varones y el 65% mujeres. Marihuana, éxtasis, LSD, cocaína, anfetaminas y ketamina figuraban entre aquellas sustancias. El 77% de estos consumidores alardeaba, según propias palabras, de tener “estrategias de autocuidado”. Aun así el consumo no es gratis (alguien vende) ni en dinero ni en consecuencias.
La crudeza de estos datos convive con anuncios dispersos y confusos sobre las medidas que autoridades de diferentes distritos proponen poner en práctica para controlar lo que ocurre en esos eventos y prevenir sus consecuencias. En suma esas medidas van desde aumentar el número de inspectores (siempre desbordados, cuando están presentes, por el número de concurrentes), disponer de puestos sanitarios, instalar espacios (dentro de los predios de las fiestas) para comunicar a los consumidores acerca del uso y consecuencias de las sustancias (como si ellos no lo supieran), informar con antelación a los hospitales de la zona para que estén preparados (distrayendo de esta manera escasos recursos necesarios para otras urgencias y necesidades), requerir autorización con mucha anticipación, y algunas ideas más en esta línea. En varios casos las autoridades distritales dudan entre endurecer las condiciones para los permisos, prohibir directamente la actividad o seguir como hasta ahora. La falta de criterios homogéneos, fundamentados y planteados con claridad y decisión permite a los organizadores y a los consumidores seguir adelante, con alguna que otra incomodidad como es la de mudarse a regiones más permisivas.

CONSUMO GARANTIZADO
Un viejo dicho sostiene que a confesión de partes relevo de pruebas. Lo central del tema está en la cifra emanada de la encuesta: siete de cada diez asistentes sabe exactamente a qué va a estas fiestas, y si los tres restantes lo ignoran no tardarán en aprenderlo. Esto, que ellos plantean con claridad y desparpajo, es justamente de lo que no se habla. No se habla de la droga, como si se temiera abordar la cuestión. Y las medidas que se proponen (aunque se las presente como “rigurosas”) bien pueden tomarse como una rendición. Se intuye un mensaje subliminal: “continúen consumiendo, nosotros les garantizaremos las mejores condiciones de seguridad para que lo hagan con consecuencias más leves o con pronta asistencia cuando la consecuencia se produzca”. Las “raves” son una manifestación “cool”, glamorosa y “legal” de la grave dolencia que aqueja a un país invadido por el narcotráfico, con su derivado de violencia, tragedias y mentes y vidas tempranamente tronchadas. Esto por no hablar de los espacios políticos, sociales y económicos hasta donde llegan los tentáculos del problema.
Más aún, las “raves” muestran cómo la sociedad ha ido naturalizando un peligroso modelo de vida en el cual el hecho consumado se convierte en derecho adquirido, y frente a él las autoridades (en todos los niveles, desde el más alto) conceden y retroceden. En la misma edición de El Día se informaba que la venta clandestina en La Plata creció un 75% en dos años. La investigación mencionaba una “cadena millonaria de ilegalidad”. La ciudad de Buenos Aires fue escenario reciente de una revuelta de vendedores ilegales que habían hecho imposible la vida y la circulación en áreas neurálgicas de la metrópoli. Tras cortar el tránsito y dañar espacio y propiedades públicas los infractores consiguieron que se les conceda un cómodo espacio especial para su actividad y un sueldo que duplica la jubilación mínima. ¿Es descabellado imaginar, entonces, que una rebelión de “trapitos” podría terminar con autoridades municipales concediéndoles escrituras sobre las aceras de la ciudad para que las usen “legalmente” a voluntad, amén de algún subsidio complementario?
Los ejemplos cunden y es posible que cada lector pueda aportar el propio. Quien por número, hábito, prepotencia o vínculos de algún tipo con el poder inicia una actividad ilegal, o peligrosa, o violenta o no reglamentada no tardará en convertirla en derecho propio e inalienable.
El escritor y político romano Cicerón (106 aC-43 dC), considerado uno de los más grandes e inspirados oradores de la historia, sentenció que “para ser libre hay que ser esclavo de la ley”. Es que la ley nació en la historia de las sociedades humanas para garantizar en primer lugar la supervivencia de las mismas y, como consecuencia de ello, la posibilidad de que cada persona pueda desarrollar sus dones como el individuo único que es. El objetivo de la ley, si se piensa con detenimiento, no es darle a cada uno lo que quiere sino limitar a todos para bien del conjunto. Un semáforo, por ejemplo, está colocado para que cada uno llegue unos minutos más tarde, pero sobre todo para que todos lleguemos. Cuando se respeta al semáforo se respeta al prójimo que conduce otro vehículo, al peatón que cruza la calle y se adquiere el derecho a ser respetado, puesto que se cumplió con el deber de respetar. Lo mismo ocurre cuando se cuidan, honran y comparten los espacios públicos y comunes, cuando se aceptan las prioridades, cuando no se hace de la transgresión un deporte.

UNA PICARDÍA CARA
En su libro “Un país al margen de la ley” (que merecería ser de lectura obligatoria) el gran jurista y pensador Carlos Nino (1943-1993) examina de un modo claro, lúcido e implacable lo que llama “anomia boba”, un virus que parece haber atacado a la sociedad argentina en sus mismos orígenes, cuando los adelantados y virreyes españoles respondían a las órdenes de la corona con esta frase: “Se acata, pero no se cumple”. En la Argentina, dice Nino, es caro y engorroso cumplir la ley y barato y fácil no cumplirla. Y cuando se la obedece suele ser antes por temor que por conciencia moral.
El hábito del incumplimiento, el desdén por la ley, es decir la anomia, termina siendo boba, porque aunque el transgresor cree sacar ventaja no solo perjudica a todos sino que daña los recursos comunes que él mismo necesitará tarde o temprano. Cuando se reitera la gastada pregunta acerca de qué nos pasa a los argentinos que nunca despegamos, hay que estar dispuesto a enfrentar la respuesta con toda su crudeza. La “anomia boba” se cultiva en equipo (palabra hoy de moda) entre ciudadanos ventajeros y autoridades temerosas o electoralmente calculadoras. Luego se transmite a través de conductas a las siguientes generaciones.

El silencio conque se elude enfrentar la cuestión central de las fiestas electrónicas (que no es por cierto la cuestión burocrática de las ambulancias, los puestos sanitarios o la provisión gratuita del agua necesaria para que el consumo de drogas sintéticas no se vea obstaculizado) es un producto directo de esa “anomia boba” practicada en conjunto. Hoy, con ocho muertos en un año en “raves” descontroladas, este es el ejemplo que está en el candelero. Mañana cederá su lugar protagónico a otro fenómeno. Hasta que quizás un día suceda el milagro de que la sociedad argentina acepte que los límites existen, que la ley es una conquista que permitió a los humanos sobrevivir y coexistir, que los deseos no son derechos, que los deberes nos reclaman y que hay mejores formas de convivir. 

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