lunes, 24 de agosto de 2015

La mentira, esa forma de violencia

Por Sergio Sinay

Mentir desde el poder es alentar peligrosamente el fuego donde se cuece el caldo de la violencia. Y nadie escapa a los costos.

  

Quien miente desde una posición de poder ejerce una forma sutil y soterrada de violencia. Violenta la verdad, violenta la dignidad de sus oyentes, violenta la confianza. Y cuando la semilla de la violencia cae en tierra fértil (como la credulidad, la obsecuencia, la conveniencia, el oportunismo, la necedad, el fanatismo, la ignorancia, la pereza mental, el simple desconocimiento o también la buena fe del oyente) germina en frutos tóxicos y peligrosos. Así ocurre con el poder de padres sobre hijos, de jefes sobre subordinados, de fuertes sobre débiles, de expertos sobre inexpertos, de gobernantes sobre gobernados. La mentira tuerce, oculta, deforma, deshonra. Es un modo de maltrato. Instala como norma el vale todo, anuncia que no hay más reglas de juego, que se puede apelar a lo que fuere. Y habilita así a la violencia. Tanto la violencia del que pretende seguir imponiendo la mentira a cualquier precio, como la del que se indigna al descubrirla, y al descubrirse estafado, traicionado.
    ¿Para qué mentir? El psiquiatra vienés Alfred Adler (1870-1937), que ahondó en el estudio de los efectos traumáticos del complejo de inferioridad, sostenía: “Una mentira no tendría sentido si la verdad no fuera percibida como peligrosa”. Hay algo en la verdad que el mentiroso no puede confrontar, algo que lo desnuda, que lo deja en evidencia, que lo amenaza. Algo que no puede soportar y ante lo cual carece de argumentos frente a su interlocutor.
        En lo que va del año se produjeron más de treinta cadenas nacionales, casi todas ellas arbitrarias y emitidas contra las prescripciones del artículo 75 de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, según el cual "el Poder Ejecutivo nacional o los poderes ejecutivos provinciales podrán, en situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional, disponer la integración de la cadena de radiodifusión nacional o provincial, según el caso, que será obligatoria para todos los licenciatarios". En esas cadenas la mentira apareció una y otra vez bajo distintas formas. Como estadísticas, como anuncios no cumplidos, como difamación de personas que no podían defenderse, como dislates pseudocientíficos o pseudotecnológicos, como reescritura caprichosa de la historia, como argumentos detectivescos, como sal sobre las heridas de enfermos, de pobres, de personas que perdieron a seres queridos en tragedias promovidas por la ineficacia, la desidia y la corrupción del mismo poder propietario del micrófono.
   La historia reciente de la humanidad (y la más lejana también) es pródiga en ejemplos de las consecuencias virulentas, dolorosas y también sangrientas de la mentira y de la manipulación de la verdad.  No se puede ni se debe jugar irresponsablemente con ella. La mentira no es gratuita ni para quien la emite ni para quien la recibe. Pero los costos no son los mismos. En el primer caso, aunque tarden, son justos y caben. En el segundo son injustos. Quien miente y miente, con la seguridad de que algo quedará, bien podría recordar aquella suerte de poema de Gandhi: "Cuida tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras/. Cuida tus palabras, porque se convertirán en tus actos/. Cuida tus actos, porque convertirán en tus hábitos/. Cuida tus hábitos, porque se convertirán en tu carácter/. Y tu carácter será tu destino." Y más aún debería cuidarlas cuando en el aire se respira el espeso tufo de la violencia.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Hay menos ciudadanos que votantes

Por Sergio Sinay

La ciudadanía es una construcción que va más allá del simple hecho de votar y que requiere responsabilidad y conciencia, tanto en la sociedad como en sus gobernantes y candidatos


   La inyección de dinero, en forma de subsidios, planes y prebendas clientelistas no remplaza al desarrollo social y personal. Tampoco respeta la condición de ciudadanos de aquellos sobre quienes se derrama. El sociólogo británico Thomas Humphrey Marshall (1893-1982),    reconocido estudioso de la cuestión de la ciudadanía, sostenía que se alcanza esta condición cuando a las libertades legales formales se le agrega el cumplimiento efectivo (y no sólo declamado) de derechos sociales como la salud, la educación, la vivienda y un ingreso mínimo digno. Sólo esto hace de un individuo un miembro real de la sociedad en la que vive, decía. Marshall abundó en esta cuestión en su célebre ensayo Ciudadanía y clase social, publicado en 1949. La filósofa política Debra Satz recoge estas nociones en su reciente y sustancioso trabajo Por qué algunas cosas no deberían estar en venta. Recuerda allí que el derecho al voto, aun cuando se ejerza, tiene importancia relativa si una proporción significativa de votantes no recibió la educación suficiente como para leer en las boletas algo más que los nombres y para entender lo que se juega en un acto eleccionario.
  Si tanto Satz como Marshall vivieran hoy en la Argentina observarían que tampoco alcanza la educación formal (un buen nivel de instrucción) o una plausible comodidad económica para hacer del voto una verdadera herramienta democrática cualitativa y no sólo cuantitativa. Habría que incluir el aprendizaje y puesta en práctica de ciertos valores morales, la percepción de que no hay bienestar o salvación individual en medio de un naufragio colectivo, la comprensión de lo que significan el bien común y el destino comunitario además del interés propio. Sin esto, el egoísmo, la hipocresía, la indiferencia   ante el futuro y la miopía existencial se tornan “democráticas” (es decir, se distribuyen profusamente entre diferentes sectores y capas económicas, sociales y culturales). Y eso se nota de manera dramática y socialmente patológica a la hora de elegir gobernantes.  Una sociedad de votantes y de consumidores (en este consumen productos de marketing envasados como candidatos) no es, necesariamente, una sociedad de ciudadanos.
  La ciudadanía no se regala. Se construye. Y es una construcción colectiva. Requiere voluntades integradas, vectores que confluyan en el diseño de un porvenir comunitario alentador, en el cual el sentido de las vidas individuales pueda despuntar en un contexto estimulante y dejar huella en el presente y futuro de otras vidas. Construir ciudadanía exige buena fe, reclama respeto por la diversidad (y no la utilización oportunista de minorías postergadas o discriminadas), convoca al diálogo, y no a la suma de monólogos, ante los inevitables desacuerdos de la vida colectiva. Sólo es posible construir ciudadanía en donde hay un ejercicio responsable del poder. Es decir en donde se lo pone al servicio de la sociedad representada y en donde se da cuenta a los mandantes (deber inexcusable de toda mandatario) acerca de las decisiones tomadas y de sus consecuencias.

  Todos estos aspectos y requisitos parecen lejanos y extraños cuando se avecinan elecciones con candidatos que dan muestras de una irresponsabilidad, una ineficiencia y una capacidad de genuflexión tan inocultables como el oficialista, o de un oportunismo, una volubilidad o una superficialidad tan descorazonadoras como las de sus principales            adversarios. Así será mientras quienes aspiren a ser ciudadanos (personas con derechos y deberes reales y activos, que conviven en un escenario de respeto actuando con responsabilidad y compromiso en la construcción de riquezas comunes) actúen como simples votantes que solo especulan con el plazo corto e individual.

lunes, 10 de agosto de 2015

Candidatos al vacío

Por Sergio Sinay

En el cuarto oscuro encontramos candidatos que nos devuelven patéticas imágenes de nuestra sociedad

     
       Pocas veces habrá habido, en la grisácea historia democrática de nuestro país, candidatos tan carentes de sustancia, candidatos de vocabulario tan elemental y raquítico, de imaginación tan escasa, de principios tan frágiles, de valores tan volátiles o indemostrables, de formación cultural tan elemental, de cosmovisiones tan miopes como los que aparecieron en las boletas del cuarto oscuro el domingo 9 de agosto de 2015 ante nosotros, los ciudadanos (a quienes ellos llaman “la gente” y tratan como consumidores, como clientes o como simples datos de encuesta).
     Pocas veces, si es que hubo alguna, nos habremos encontrado con candidatos tan huérfanos de visiones convocantes, tan incapaces de promover una utopía, tan alejados de toda noción de pasión. Candidatos monitoreados por asesores de marketing, de imagen, de publicidad. Carne de encuestadores. Candidatos incapaces de elaborar un discurso propio, de alimentarlo con argumentos elaborados por sí mismos, de someter sus ideas a debate, de hablar mirando a los ojos y de convencer con los atributos del pensamiento.
      Pocas veces, si es que hubo alguna, habremos estado ante candidatos tan cobardes, temerosos de perder un voto en caso de mostrar quiénes son, de decir una palabra fuera del guion, olvidados de su propia identidad. Candidatos tan oportunistas, tan ventajeros, tan insulsos, tan vacuos. Tan dramáticamente ajenos a toda noción de lo que es la verdadera política: o sea, debate de los temas de interés común, negociación de buena fe en torno de esos temas, exploración y atención de las necesidades de la comunidad, integración y articulación de la diversidad de intereses de la sociedad, anteposición de los intereses sociales comunes a las urgencias y prioridades propias. Esto por nombrar solo algunas cosas de las muchas a las que son indiferentes, que les resultan incomprensibles y que jamás de los jamases estarán en su horizonte político ni existencial.
       Pocas veces un candidato oficialista habrá demostrado hasta el hartazgo, como el actual, su capacidad de obsecuencia, su genuflexión que bordea la indignidad, su nulidad conceptual, su insultante negación a pronunciarse sobre cualquier tema de interés comunitario. Y pocas veces habrá tenido como principal rival a un opositor tan superficial, tan incapaz de ponerle sustancia, músculo e identidad a las volátiles propuestas que repite como la lección aprendida de memoria por un alumno almidonado que aspira a ser abanderado si las repite en orden y se porta bien. Ni mencionar (porque estremece) a algún candidato que aletea en los vientos del crimen. Más allá de lo que se pruebe, o no, al respecto el solo hecho de que una acusación así sea plausible describe en qué país se dan estas elecciones.
     Candidatos producidos y envasados al vacío. Candidatos, además, al vacío.
Pocas veces como en estos días, mientras esos candidatos desnudaban su pobreza, se habrá escuchado como música de fondo (amplificada en cadenas nacionales presuntamente ilegales), el relato desquiciado de una realidad falsa, cuya sola descripción ofende a los pobres, a las víctimas de la inseguridad, a los que pierden algo cada día (trabajo, vidas, bienes, derechos reales, hijos succionados por la drogadicción).
      Las sociedades tienen los candidatos que se les parecen. Es lógico y natural. Los candidatos no pueden llegar de otro planeta. Nacen y echan raíces aquí, son acompañados, apañados, aceptados, alimentados y reproducidos por una masa crítica de la sociedad a la que representan. Esa masa crítica es tan indiferente como ellos, tan anémica de pasiones y utopías como ellos, tan cortoplacista como ellos, tan ombliguista y egoísta como ellos, tan usufructuaria del bien común como ellos, tan anómica como ellos, tan permisiva como ellos ante la corrupción, tan farandulesca como ellos, tan desentendida como ellos del interés y del futuro común.

      Dime en qué sociedad vives y te diré qué candidatos tienes. Y no te quejes de la imagen que te devuelve el espejo, porque los espejos reflejan lo que tienen enfrente. Lo real y tangible es eso. Lo que se ve espejado es apenas un fenómeno de la luz, algo inasible, impalpable. Como estos candidatos. Se podrá decir “Es lo que hay”. Pobre consuelo si no se aspira a producir algo mejor.

martes, 4 de agosto de 2015

La redención de los perdedores

Por Sergio Sinay

Una reflexión sobre cómo la novela negra acoge a los fracasados y, de la mano de ellos, explora las profundidades del alma humana y las sombras de la sociedad

(Texto presentado en el Festival Buenos Aires Negra, agosto de 2015)


     

     Uno de los comienzos más potentes, breves y significativos de la literatura universal de todos los tiempos es el de Anna Karenina, de León Tolstoi. Se dice allí: “Todas las familias felices se parecen entre sí, las infelices lo son cada una a su manera”. El gran maestro ruso declaraba entonces quiénes le interesaban, a quiénes se iba a dedicar. A los infelices. Ana Karenina fue publicada en entregas desde 1873 hasta 1877 y en ella Tolstoi acompaña la caída de sus personajes en una parábola inevitablemente trágica.

   Medio siglo más tarde, el crack económico del año 29, con epicentro en Estados Unidos, terminaría de hacer añicos lo que ya se había empezado a derrumbar con la Gran Guerra de 1914 a 1918. El ensueño de un mundo feliz, en continuo progreso hacia la luminosidad, que se había comenzado a gestar en el siglo XVIII con el Iluminismo y se consolidaría con la Revolución Industrial en el siglo XIX. Con ese ensueño había echado raíces profundas el capitalismo. La Gran Crisis con bancarrotas bancarias, embargos masivos, pérdidas de empleos y de propiedades y suicidios seriales (nada que resulte ajenos a millones de ciudadanos del mundo en las décadas iniciales del siglo XXI), puso en evidencia la cara más impiadosa del capitalismo, pero no terminó con él. Simplemente lo impulsó a nuevas formas organizacionales y empresariales. Estas cobraron impulso, extensión y poder: el crimen organizado y el gangsterismo. Hoy sabemos que llegarían para quedarse y no solo en Estados Unidos. Mientras ese fenómeno corroía los mecanismos de la economía, de la política, y de la justicia, también envilecía las relaciones humanas y fogoneaba formas primitivas de la supervivencia. Un caldo de cultivo propicio para que se cocieran en él las pasiones más oscuras.
     La novela negra nació en ese lecho. Vino a dar cuenta de los paisajes sociales en general y humanos en particular que surgían de aquella erupción. Donde la novela policial clásica había brindado héroes eruditos, ingeniosos, imbatibles en el arte de la deducción, al que dedicaban casi todo el tiempo de sus vidas acomodadas, la novela negra parió, como bien lo dijo Ross MacDonald, uno de sus más entrañables cultores y padre del detective Lew Archer, antihéroes desclasados, insomnes, desesperanzados, desechos de la democracia, que hablaban el lenguaje áspero de la calle.
Trajo a los que ganaban jugando por fuera de todos los reglamentos. Pero sobre todo   trajo a los perdedores. A los que se hunden aferrados a una ética, su único capital, los que, condenados a un final infeliz, que marchan hacia ese final abrigados por los principios morales de los que carecen los vencedores. Dorothy Uhnak, autora de La investigación y El crimen del Bronx, que basó su carrera de escritora en su experiencia de 15 años como detective de la policía de Nueva York, explicaba cómo intentaba establecer una conexión entre la vulnerabilidad de sus personajes y la de sus lectores. Es decir, entre aquello que ambos tenían de humanos. Y no escribía desde la teoría. En 2006, a los 76 años, fue encontrada muerta a causa de una sobredosis.
      Ella, como tantos autores del género, podrían glosar a Tolstoi y decir: “Todos los ganadores se parecen. Los perdedores, en cambio, lo son cada uno a su manera”. Los ganadores son unidimensionales, emiten un brillo cegador, se mueven en una claridad que aplana los colores y los matices, como el sol del mediodía en pleno desierto. Se rodean de espejos y cuando observan alrededor no miran a nadie, solo ven el reflejo de su propia imagen.

La negrura de la sombra
     La novela negra es negra porque sus historias transcurren en la oscuridad de los escenarios reales de la vida. Y es negra porque se nutre de aquello que Carl Jung definió tan bien como la sombra. Esa parte de cada uno de nosotros que permanece en la penumbra (o a menudo en la absoluta cerrazón) mientras nuestra máscara, eso que llamamos personalidad, carácter o identidad, sale al escenario. Pero, así como en el teatro griego la máscara (que en ese idioma se llamaba persona) ocultaba al actor, en la vida real la verdad de cada individuo se esconde detrás de la personalidad conque sale al mundo y actúa en él.
     En la sombra habitan las pasiones, los deseos, los sueños y pesadillas, las ambiciones, los miedos, los terrores, que a veces  amenazan con emerger al plano de la conciencia antes de ser acallados, derivados, transvestidos y muchas otras veces, acaso las más, solo dicen presente cuando ya es tarde. Cuando hemos cedido a la ambición, cuando nos hemos corrompido, cuando hemos huido, cuando hemos robado, cuando hemos traicionado. Cuando hemos asesinado. Todo en el afán de huir de nuestra sombra.
Pero también en la sombra, como las pepitas de oro ocultas en el barro, hay aspectos y fortalezas de nosotros mismos que desconocemos, que no nos concedemos, que apreciamos en otros y no advertimos en nosotros. Y también suelen anunciarse (para nuestra propia sorpresa) en situaciones extremas, desesperadas, sin mañana. Con ellos, en un acto supremo, en un instante que es apenas un destello en la infinita negritud, dejamos una huella en la vida, salvamos otra vida, imponemos la dignidad en donde ella es una clamorosa ausencia, convertimos el miedo en valentía, la miserabilidad en esperanza.

Nuestros perdedores
      De todo ese material, de todo ese magma que es la sombra se nutre la novela negra. Sus perdedores nos representan. No porque pierdan, sino porque en el doloroso camino hacia su derrota muestran a su manera, su manera única, esa que suele hacerlos inolvidables, nuestra propia oscuridad. Sus derrotas nos duelen. Pero también nos alivian. Son nuestros héroes, porque se hacen cargo de bucear por nosotros en las aguas más profundas del alma humana, las aguas infestadas por emociones y deseos que tememos, las aguas que están en nosotros y a las que no nos atrevemos a descender  por miedo a no ser capaces de regresar a la superficie. Ellos lo hacen, ellos se hunden y nos muestran, cada uno a su manera (no dejemos de honrar a Tolstoi) lo que hay allí.
     Algunos lo hacen como detectives que van por las banquinas de la ley y del orden. Son los Spade, los Marlowe, los Archer y todos sus hijos y hermanos, que llegan siempre hasta el final, hasta la verdad. Se los podría llamar ganadores por ese hecho. Pero sus victorias son amargas derrotas, porque lo que de veras descubren es que esa odisea, la proeza de haber braceado en aguas infectas hasta alcanzar la orilla, no tiene premio, que lo que se llama justicia es el paraguas protector de los ricos, los bellos y los poderosos, que la sanción moral no es una práctica social, como si lo son la obsecuencia y la genuflexión, y que el crimen y la corrupción sí pagan. Y muy bien.
     Cuando se hace contacto con la propia sombra en el mar de la sombra social, no hay cinismo, dureza ni otra coraza que proteja de la caída. Las criaturas de cualquiera de las novelas de James Ellroy lo atestiguan sin piedad. Como las de Horace McCoy (¿Acaso no matan a los caballos?, Luces de Hollywood, Olvida el mañana) o David Goodis (Disparen sobre el pianista, Viernes 13) denuncian que lo más descartable que hay en la maquinaria brutal del capitalismo es el ser humano. Incluso en lo que aparenta ser la historia de un ascenso hay a menudo una caída, como ya se advertía en novelas primigenias, entre ellas El pequeño César, de William Burnett.
     Y hay caídas que, cuando tocan lo más profundo, encuentran la luz del amor. Ahí está como prueba el policía Fred Underhill, protagonista de Clandestino, de James Ellroy, quien tras un rápido ascenso por la escalera de la corrupción se hunde en la negrura más absoluta para emerger redimido, con profundas heridas y visibles cicatrices en el cuerpo y en alma. Entonces descubre, según sus propias palabras, cuán estrecho era su corazón cuando estaba intacto. Ahora se ha ensanchado. Donde el corazón de tantos ganadores glamorosos se contrae, el de los perdedores suele expandirse.

Dar testimonio
     Mientras los gobiernos rescatan a banqueros estafadores que siguen de banquete en banquete después de sus estafas a la sociedad, nadie vela por esas vidas han sido sacrificadas para el menú. ¿Quién se hace cargo de ellas? Siempre habrá un Petros Márkaris atento a rescatar tal memoria a través de una mirada y una presencia gris como la del comisario Kostas Jaritos. Cuando Markaris pinta a Grecia, su aldea, pinta al mundo. Y cuando en la novela negra se hecha luz en el alma de los perdedores, se ilumina la sombra de cada uno de nosotros.
      Los personajes que, como Jaritos, Marlowe, Archer, Montalbano o el periodista Germán, de la saga de Osvaldo Aguirre, no están allí para hablar de sí mismos en primer lugar. Como dice Ross MacDonald, están para testimoniar el compromiso emocional del autor con sus criaturas. El buen investigador y el buen escritor, afirma el autor de El martillo azul, El caso Galton, El otro lado del dólar y La piscina de los ahogados, entre otras, por momentos se olvidan de sí mismos, se hacen transparentes y se concentran en las personas cuyos problemas investigan. “Esa gente es para mí la cuestión principal, enfatiza MacDonald, porque con frecuencia están íntimamente relacionados conmigo y con mi vida”. Esa proyección hace emerger el contenido, el significado de otras vidas. Esto hace atractivos a los perdedores. Lo que dicen del que lee y del que escribe.
     Sus voces son necesarias hoy más que nunca, porque estamos en un mundo en el que no se admite perder. En el que para no ser sospechoso de haber sufrido una derrota se llega incluso a comprar victorias de cotillón, victorias que duran cinco minutos (los que la cámara o la duración de un trending topic brinden), victorias vacías que abonan el vacío existencial de quienes las protagonizan y de quienes las celebran. Estamos en el mundo de hay que ganar cueste lo que cueste o hay que ganar sea como sea. Esto se escucha a través de gritos estentóreos en las voces de políticos y deportistas, y se susurra en la intimidad de las relaciones personales. Este mensaje se transmite de arriba hacia abajo, se esparce a través de la publicidad y el marketing, tiñe la cultura, llega incluso a los oídos de muchos hijos desde las voces de sus padres. Un mundo feliz de ganadores que son como árboles sin raíces, porque las raíces de muchas de las victorias más reales, trascendentes y significativas están a menudo hundidas en las derrotas que las precedieron y las abonaron.
     A pesar de ser perdedores los personajes que portan la sombra en la novela negra, se resisten a la derrota del olvido. Su victoria es permanecer en la memoria, en la emoción de quienes los conocieron en la trama o en la lectura. Su victoria es defender, junto a sus colegas de las tragedias clásicas (como las de Shakespeare) ese espacio en el que el alma baja de las pasarelas luminosas y se hunde en donde palpita el espesor de las pasiones en las que podemos reconocernos y entendernos. 
     Mientras otras novelas se validan a través del género que las categoriza (románticas, históricas, políticas, fantásticas, eróticas) y terminan por parecerse unas a las otras dentro de su género, cada novela negra es universal a su manera. Escucho a personas que preguntan qué es “eso de novela negra”, uniendo en su expresión el temor y la sospecha. Otras dicen “a mí la novela negra no me gusta”, como esos chicos que afirman que tal alimento no les gusta aun sin haberlo probado jamás. No faltan críticos y aún escritores que la admiten como “género menor”, como quien da una moneda a ese pobre hombre sentado en la escalera del subte. Todos ellos ignoran que permanentemente leen y escriben novela negra. Y hay editores que publican novela negra sin saberlo o sin decirlo. Porque la novela negra es según los casos novela de amor (Mi ángel tiene alas negras, de Elliot Chaze), es novela erótica (”, de James Cain), es profunda crítica del capitalismo (El gran reloj, de Kenneth Fearing), es finísima comedia (Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano), es una exploración de lo sobrenatural (como en la serie de Charlie Bird Parker, de John Connolly), es histórica (Sólo una muerte en Lisboa, de Robert Wilson), puede ser un profundo y conmovedor tratado sobre la obsesión (Eva de James Hadley Chase). Y un clásico como El largo adiós, de Raymond Chandler, puede ser mucho de eso, y más, al mismo tiempo.

Ellos se cuentan
     Para concluir el caso que nos ocupa, quiero compartir algo de mi propio quehacer. Mi última novela, Noruega te mata (que en lo personal cierra una dolorosa brecha de 20 años de ausencia en el género) gira alrededor de un perdedor, Jimmy Flaherty, al que aprendí a amar como a un viejo amigo. Quizás porque fue amasado con las derrotas de varios amigos queridos y con mis propias derrotas. Jimmy me abrió las puertas de su sombra y me condujo por esos laberintos a medida que yo describía su odisea. Ocurre así, al menos en mi experiencia. Creemos conocer al personaje y tener una hoja de ruta de su historia, pero esta ilusión termina en cuanto escribimos la primera frase. A partir de ahí nuestras herramientas narrativas están a su servicio, como bien dice MacDonald.

     Los personajes se narran y al hacerlo nos confrontan con nuestra propia sombra y con las del mundo en que vivimos. Algo que a veces no logran los mejores psicoterapeutas, los mejores analistas políticos, los mejores sociólogos. Por eso los leemos, por eso los escribimos. Por eso, cada uno a su manera, estos perdedores, aunque son mortales, son eternos.

lunes, 27 de julio de 2015

Peligro: están cazando votantes

Por Sergio Sinay

Es temporada de caza de votantes y se reproducen los discursos vacíos y oportunistas  a cargo de candidatos sin ideas ni principios, así como avisos manipuladores pergeñados por asesores y publicistas mercenarios. Como nunca, es necesario pensar por cuenta propia.



     De pronto las pantallas televisivas, las ondas radiales, las computadoras, tablets y celulares son invadidos por avisos políticos. No porque haya renacido la verdadera política (la de debates, participación y compromiso ciudadano reales, construcción de proyectos colectivos, fortalecimiento y defensa del bien común, integración de la diversidad con preservación de las diferencias), sino porque estamos en temporada de elecciones. Es decir, en temporada de caza de votantes. Como nunca, quedan al desnudo las carencias, los vacíos intelectuales, las dobleces morales, las serias limitaciones expresivas, la levedad terminal de los principales candidatos. Son tan inconsistentes que ni siquiera tienen nombres completos, no tienen raíces que los sostengan, pierden hasta sus apellidos. Son apenas Daniel, Mauricio, Aníbal, María Eugenia, etc. Cuando Groucho Marx expresó “estos son mis principios, pero si no les gustan tengo otros” hablaba de ellos, aunque no los conociera o no hubieran nacido.
Daniel es de pronto ultra K como antes fue ultra menemista y ultra duhaldista y será lo ultra que resulte necesario. Es un seguro servidor de quien le ladre más fuerte. Es nada. Está visto. Mauricio privatizaba todo hasta que se asustó por un resultado electoral y ahora es más estatista, más socialista y más “progre” que nadie. Sus corifeos tratan de justificar lo injustificable, quieren presentar como una estrategia fríamente calculada lo que es una improvisación torpe, oportunista y desesperada. Massa pasó de juntar intendentes corruptos a verlos huir de él en busca de mejores quesos y ahora promete palos contra la corrupción (¿no la veía cuando era jefe de gabinete?).
     Y así. Un principio para cada ocasión, un principio para cada oyente. Ningún principio traducido en conductas. Si hay archivos que los van registrando, no importa. Mientras tanto, el bombardeo impiadoso de avisos. En toda esa catarata producida por asesores de imagen y de marketing y por mercenarios de la publicidad no hay una idea, una propuesta, una explicación acerca de qué harán, cómo lo harán, para qué lo harán. Cero. Son apelaciones emocionales. Sobredosis de emoción rápida, fácil y banal que impida que se filtre el pensamiento, el argumento, la reflexión. También ellos van por todo y a cualquier precio, incluso el de su dignidad (si aceptáramos que la tienen).
     Mientras ellos manipulan la emoción, la responsabilidad de pensar queda a cargo del ciudadano. Sobre todo si quiere honrar su condición de ciudadano (persona con derechos, con información, con pensamiento propio y, lo que es esencial, con deberes). Y así debe ser. Cada uno es responsable de pensar por cuenta propia, de actuar según sus reflexiones, de no sumarse a una manada, de asumirse antes como persona y ciudadano antes que como el mero consumidor amaestrado que pretenden y necesitan los candidatos sin principios y los asesores que manipulan emociones.
     Estamos en temporada de caza de votos. Todo estamos en la mira del cazador. Serán semanas y meses peligrosos. Hay que pensar más que nunca. Frente al mensaje vacío, los antídotos son la mente alerta, los valores convertidos en actitudes, los propios principios, la propia dignidad. Eso de lo cual los cazadores carecen.

martes, 21 de julio de 2015

Mucho voto, poca democracia

Por Sergio Sinay

Votar es apenas un aspecto de la democracia, que languidece y se fosiliza cuando los ciudadanos no van más allá de eso, y los gobernantes construyen oligarquías tóxicas
 
   
El activismo (eso que por estas pampas se llama “militancia”, significativamente una palabra de resonancia militar y bélica) ya no produce transformaciones ni revoluciones. Simplemente permite que nuevos grupos, algunos de ellos marginales a la política, encuentren un lugar acogedor bajo el sol del sistema. Las elites de los partidos, burocratizadas y fosilizadas, se apropian de ellos y, llegado el caso, los convierten en guardianes del poder. Al decir esto, Jane Mansbridge, catedrática en la Escuela de Gobierno Kennedy, de la Universidad de Harvard, e influyente pensadora en el estudio de la democracia deliberativa, no habla de la Argentina, aunque pareciera que sí. En una entrevista concedida en estos días a Lluis Amiguet, periodista de La Vanguardia, de Barcelona, Mansbrige galardonada por prestigiosas universidades e instituciones del mundo, insiste en que la democracia no se agota en el voto, que se estanca y esteriliza si los ciudadanos no participan, si no hay deliberación sobre temas de interés común y si la mirada de cada uno se agota en el interés propio y no lo liga al devenir de la comunidad.
     “La ejemplaridad es fuente de legitimidad, pero muchas democracias tienen una clase política tan desprestigiada que, además, requieren procesos participativos para regenerarse”, dice esta sólida y comprometida intelectual (fue una reconocida activista contra la guerra de Vietnam). Cuando el ejemplo no llega desde los dirigentes, la democracia debe tener y usar los mecanismos necesarios para la coerción y la sanción. Si esto no ocurre, devienen fallidas.
     En una de sus declaraciones que nos tocan más de cerca Mansbridge afirma: “Un síntoma claro de que una democracia se degrada hasta la oligarquía es que aparecen dinastías y algunos apellidos mandan más que los votos”. Hace demasiados años que en la Argentina mandan apellidos, que esos apellidos (en el plano provincial y en el nacional) aplastan toda posibilidad de construir una sociedad participativa, creativa, donde la diversidad de ideas se integre en visiones compartidas. Y lo peor es que esos apellidos se apropian del Estado, alimentan cortesanías sumisas, desbaratan los mecanismos republicanos, esparcen y profundizan la corrupción como una peste letal y crean relatos impunes y perversos. No lo hacen solos, sino avalados por votantes oportunistas en unos casos y reducidos a la inopia y mantenidos en ella por un clientelismo obsceno en muchos casos más.
     Mansbridge advierte contra el voluntarismo participacionista. Una democracia deliberativa, en la cual los ciudadanos entienden como propias las cuestiones comunes y se involucran en ellas, no es cuestión de discursos, de catarsis ocasionales, de agitación superficial y fugaz, como a menudo parece entenderse. “Si los procesos participativos complejos como los presupuestos deliberativos se practican mal, los ciudadanos se vuelven cínicos y el problema empeora”, indica.
     Transitamos hoy y aquí tiempos de elecciones seriales y pareciera que cuanto más votamos más se deteriora la democracia, más aun a la luz de los patéticos discursos y actitudes de los principales candidatos, personajes de una desértica incultura política (y general), de patética incapacidad expresiva y de absoluta nulidad a la hora de proponer (desde la política y no desde el marketing) una argumento capaz de comprometer a la mayor parte de la sociedad (los egoístas y desentendidos siempre existirán) con una visión imaginativa y trascendente de la sociedad en la que vive. “Las democracias necesitan cada vez más que todos se comprometan con el bien común más allá del voto”, recuerda Mansbridge. Cuando no es así, los fósiles, los corruptos, los obsecuentes, los temerosos, los desconcertados, los oportunistas o los banales terminan por convertirse en los candidatos con más rating.

(Los interesados pueden escuchar una conversación de Jane Mansbridge con alumnos de su cátedra en Harvard en este video)




lunes, 13 de julio de 2015

Un griego universal

Por Sergio Sinay

Mientras un comisario de Atenas resuelve complejos asesinatos, lectores atentos pueden ver reflejada su propia sociedad y comprender por qué el mundo anda como anda.


    El comisario Kostas Jaritos, jefe de Homicidios de la policía griega en Atenas, es un avanzado cincuentón, tiene una hija treintañera y abogada, un yerno médico y una esposa ama de casa pragmática y de rotundo sentido común. No es un hombre de grandes luces y resuelve sus casos a fuerza de mucho ensayo y error, paciencia, capacidad de escucha y habilidad para conducir a un equipo de colaboradores mediocres. Resulta difícil no sentir cariño por él y no entender sus deslices conservadores o compadecerlo en sus continuos choques con la modernidad. Si se lo sigue atentamente en sus andanzas, lo cual es fácil y entretenido, Jaritos puede ser el mejor guía para conocer en profundidad los pliegues de una sociedad hoy martirizada por las manipulaciones, la torpeza y la corrupción terminal de políticos y economistas no solo propios sino también ajenos.
Kostas Jaritos es un personaje creado por el escritor Petros Márkaris y el protagonista de una serie que hasta hoy suma nueve títulos. Los últimos tres (Con el agua al cuello, Pan, educación y libertad y Hasta aquí hemos llegado) constituyen lo que su autor llama “La trilogía de la crisis”. Los crímenes casi siempre seriales que debe resolver Jaritós (mientras lucha contra la burocracia y los manejos políticos de sus superiores y el oportunismo de los ministros de turno) nunca son meros enigmas ajedrecísticos. Con un estilo clásico, palabras justas, descripciones jugosas, fina sensibilidad y saludable sentido de la ironía, Márkaris se vale de esas investigaciones para sumergirse en la historia griega del siglo XX, en los sedimentos que aquella deja en el presente, y, por fin, en la dolorosa actualidad de hoy. El mejor enviado especial del más prestigioso medio internacional sería incapaz de explicar con mayor claridad y con mejores viñetas de la vida cotidiana lo que ocurre en Grecia. Tampoco podría dar con una galería de personajes tan vivos, tan humanos (en cuanto a complejidad y sutileza emocional y psicológica), y tan universales. Muchos de estos griegos son perfectos argentinos. Allí están nuestros vecinos y conocidos, nuestros peores adversarios, nuestros amigos, nosotros mismos. Márkaris pinta su doliente aldea y pinta el mundo.
    Al hacer esto, el escritor (también dramaturgo y guionista del gran Teo Angelópulos en películas bellas e inolvidables como La mirada de Ulises) muestra una vez más hasta qué punto la buena literatura (en este caso, como en tantos, la novela negra) informa, da cuenta y testimonio del mundo, trasciende la anécdota, cava en la profundidad de los acontecimientos de su tiempo y los enlaza con el pasado para lanzar interrogantes esenciales hacia el futuro. La buena literatura desnuda y endereza a menudo lo que otros medios tuercen y encubren. Brinda con generosidad, lucidez y emoción una información que perdura más allá del barullo inmediato y perecedero. Ilumina la mente y nutre el alma.
    La saga de Jaritos está viva y al alcance de cualquier lector (sus primeros seis títulos son Noticias de la noche, Defensa cerrada, Suicidio perfecto, El accionista mayoritario, Muerte en Estambul y Liquidación final).  Desde sus páginas se puede ver con nitidez el mundo de hoy, el ocaso de valores esenciales, la razón de las ilusiones perdidas, la obscenidad de sus injusticias e incluso la estupidez conque las sociedades se infligen a sí mismas heridas mortales y luego, sin entender ni aprender, buscan culpables ajenos o externos. A miles de kilómetros de distancia cualquier lector argentino con ojos y mente abiertos, encontrará en la obra de Márkaris pistas para su propia realidad. Siempre que no lo cieguen preconceptos y relatos fanáticos (algún ministro de Economía o alguna jefa de Estado que hablaron de Grecia en estos días no entenderían una letra de estas extraordinarias novelas).
    Márkaris es autor también de breves ensayos recopilados en La espada de Damocles. Son imperdibles. Allí habla de lo que ocurre cuando Estado y ciudadanos compiten en irresponsabilidad, en consumo y en ver quién gasta más sin hacerse cargo de las consecuencias. Habla de las consecuencias morales y culturales de las crisis y de los hondos e irreparables resentimientos que siembra la política cuando se convierte en un negocio. Sin quererlo, los escritores suelen ser profetas. Dicen lo que todos callan, aunque duela. No es casual, seguramente, que la más reciente historia de Jaritos se titule Hasta aquí hemos llegado. Quizás el título abarque al mundo contemporáneo en su totalidad.

viernes, 10 de julio de 2015

La gran final

(un relato)

Por Sergio Sinay


Hacía años, desde el final de su adolescencia, que no veía a su padre vestido así, con la camiseta de los colores tan queridos, esos por los que tanto habían sufrido y gozado en todo tipo de canchas y bajo cualquier clima. Pero ahora, a los 81, con el paso titubeante al que lo condenan sus achaques, el viejo aparece en el living con aquella camiseta sobre la camisa y sobre la remera de mangas largas. No dice nada, solo le guiña un ojo y deja el bastón apoyado en la mesa, junto a la silla en la que se sienta para cenar.
La cosa va en serio, piensa Hugo. También el viejo se juega mucho esta noche. Buena parte de las esperanzas que aún es capaz de juntar. Él ha venido a cenar y a mirar el partido con su padre y le ha dado la noche libre a la señora que cuida al hombre. Hoy dormirá aquí. Los chicos están en un campamento y Laura, su mujer, salió con unas amigas, como corresponde a una noche de miércoles. Hace tiempo que Hugo y su padre no ven un partido juntos. En verdad, hace tiempo que no hacen algo juntos. Nunca fueron grandes conversadores, pero cuando él era chico y su padre un hombre más joven, más fuerte y, según la mirada infantil, invulnerable, solían compartir actividades en silencio. Remontadas de barrilete, excursiones en bicicleta, películas de acción en el cine, preparación del fuego para el asado y, desde que Hugo tuvo seis años, la cancha cada domingo.
Después de que él se fuera de casa, para vivir primero con dos compañeros de la facultad y después con Laura, cada vez tuvieron menos encuentros y menos intimidad. Al contrario del viejo, su madre, a medida que envejecía, parecía hablar más. Pero no duró mucho. Llegó una mala temporada de la vida que trajo, en un combo sombrío, el cáncer de la madre y la jubilación del padre. La viudez del viejo no estaba en los planes. Se supone que los hombres mueren antes y que vivimos en una sociedad de viudas. Así, los últimos diez años fueron de un eclipse lento. Sin quejas, empeñado en no molestar, como solía decir, el viejo se fue apagando sin terminar de apagarse. Él cumplía con las visitas rituales, lo sacaba trabajosamente a pasear o a comer, Laura le daba una mano y aportaba conversación con esa envidiable naturalidad con que las mujeres pueden charlar hasta con una estatua y hacerla sonreír o sollozar, pero Hugo no dejaba de vivir aquello como una larga espera. La larga espera de algo que prefería no nombrar.
Esta noche, después de años de tropiezos, fracasos y falsas ilusiones, el equipo juega una final de esas que importan, que quedan en la historia de las alegrías o de las amarguras, pero de las que no se vuelve intacto. No se juegan estas finales todos los días, de manera que eligió mirarla con el viejo. Llegó temprano, trajo algo para una picada y después él mismo preparó una salsa y la echó sobre los ravioles de ricota y nuez que compró en la vieja pastería del barrio. El partido empezará tarde porque el continente es grande y los horarios no coinciden. Allá, donde el equipo se jugará la vida contra un estadio repleto de adversarios, son dos horas más temprano.
Por esas coincidencias que nunca nadie sabrá explicar Hugo ha buscado esa tarde su propia camiseta, la que solía usar para ir a la cancha. Un modelo ya perimido, pero por eso mismo más valioso. Le costó hallarla, pero dio con ella en el fondo de un placard. La trajo como cábala, para que los colores estuvieran presentes. No esperaba encontrarse conque también el viejo había conservado el querido uniforme y conque esta noche, en un notable arresto de vitalidad, se lo pondría.
Cenaron, especularon sobre la formación y las posibilidades del equipo, rememoraron antiguas y gloriosas victorias y planteles y se fueron al dormitorio, en donde el viejo se empecinaba en tener el televisor. Su padre se ubicó en el centro, recostado contra la pared, y él ocupó una estrecha lonja en un costado, con una pierna en el piso y la otra estirada en la cama. Así están ahora. Callan. Sus respiraciones cortan el aire como un afinado bisturí. El equipo parece estar en una buena noche. Sale al frente desde el arranque, juega con fluidez y atrevimiento, sin temor ni a la multitud ni al adversario inflamado por un aliento rugiente. Ataque por ataque, como debe ser, sin especulaciones, haciéndose sentir. Hugo mira alternativamente a la pantalla y a su padre. En los ojos del hombre hay un brillo que se había esfumado hacia años, en su piel hay color y en su boca entreabierta por la emoción, una sonrisa. El partido es duro y duele la sola idea de que, cosas del fútbol, se podría llegar a perder por un error, por una matufia arbitral o por quién sabe qué. En el fútbol aunque se sepa mucho, nunca se sabe.
Pero no. Esta noche los astros están alineados. Cuando parece que se vienen los penales lo que llega es un exquisito centro del lateral derecho (un centro de esos que ya no se ven) para que el nueve cabecee abajo y a un rincón, alcanzando el Olimpo y callando para siempre las críticas que venía cosechando en los últimos meses de sequía. Gol. Gol. Gol y campeones. Porque faltan dos minutos y ya no hay forma de no ser campeones. Hugo grita como un chico, en el pecho se le abre una compuerta emocional que parecía cerrada desde hacía años. Cuando suena el silbato suelta un poderoso “¡Vaaamos, carajo, todavía!”, se vuelve y toma la mano del viejo.
La mano está inerte. Fría. No quiere mirar, pero lo hace. El viejo tiene los ojos cerrados, una sonrisa y una calma como él nunca le conoció. De fondo, en el televisor y en la calle, gritos, algarabía, bocinas. En la pantalla habla el técnico, después el goleador, después todo el equipo baila en el vestuario, semidesnudo. Mientras tanto él, con movimientos lentos, suaves, se levanta de la cama, busca su camiseta, se la pone y se acuesta junto al viejo. Le toma la mano y no hace nada más. Permanecen así hasta la mañana, flotando en una noche sin tiempo. Cuando se hacen ciertos los rumores del día, se levanta, toma el teléfono y llama a Laura.
--Amor, buen día. Tranquila, no te asustes, lo que voy a contar no es triste. Yo estoy bien…

lunes, 29 de junio de 2015

Esto es América

Por Sergio Sinay




   “Esto es América y aquí se juega así”. Esta fue la respuesta que recibió Lionel Messi cuando se quejó al árbitro mexicano Roberto García Orozco por las patadas, codazos, zancadillas, agarrones y demás recursos y avivadas “folclóricas” conque los jugadores colombianos intentaban detener a los argentinos en el partido que los enfrentó la semana pasada en la Copa América. Le faltó agregar al referí lo que es una antigua verdad: se juega como se vive. En territorios donde la transgresión es la norma, en donde la justicia se usa como medio para fines del poder de turno, en donde la corrupción chorrea y mancha desde arriba hacia abajo y hacia los costados, en donde el ventajismo se aprende desde la niñez, en donde el machismo más oscuro y cobarde (aunque el machismo es siempre oscuro y cobarde) se festeja, se alienta y se manifiesta en las canchas, en la política, en la publicidad, en el discurso cotidiano, una patada artera, un codazo criminal, una simulación, una agresión en banda, un soborno, una trampa cualquiera, un poco de gas pimienta o un dedo en el ano del rival no deberían provocar la queja de nadie, a menos que quien se queje por estas fruslerías acepte ser llamado “maricón” y sea desterrado como americano.
Esto es América y aquí se juega así. Un auténtico filósofo el señor García Orozco. Esto es América. Aquí tenemos a la Argentina de la década perdida y robada, estragada por la corrupción, con la Justicia primero vaciada y después avasallada. A Brasil con su mega corrupción que ya involucra sin disimulo a sus gobernantes populistas de disfraz progresista. A Venezuela, una ex república depredada por un autoritarismo sanguinario y demencial. A Ecuador, perdiendo una a una sus libertades a manos de un sofista, negador del Holocausto, y manipulador de ideas y leyes. A Bolivia, con su propio populista creador de leyes propias en nombre de confusas identidades culturales. A Colombia y su largo derrotero de sangre y dolor, construido en estrecha colaboración por narcos y guerrilla creando enormes territorios sin ley. A Chile, donde otra presidenta progresista se suma al fanatismo nacionalista que le propone oportunamente el fútbol y posterga principios (ahí está su foto abrazada al peligroso e irresponsable Arturo Vidal, y vestida con la camiseta de la selección) para recuperar puntos perdidos en las encuestas.
   Esto es América, y así se puede subir por el mapa, transitar los pozos de corrupción y violencia de América Central y llegar hasta el propio querido y doliente México del señor García Orozco, en donde monstruosas maquinarias de corrupción e inacción entregaron, gobierno tras gobierno, el país a los narcos. Esto es América, donde ayer nomás hubo un Fujimori, un Pinochet, un plan Condor, una Argentina con miles de desaparecidos cuyas memorias hoy se manipulan con impunidad desde el poder.
  Los que conocieron otras experiencias, los que se acostumbraron a jugar dentro del reglamento, a ganar por ser mejores, a creer que en la cancha hay quien imparte justicia (aunque, cosa humana, pueda equivocarse y llegar a ser injusto), quienes se acostumbraron a no esperar una agresión por la espalda y a saber que, si viene, será sancionada, quienes se llamen Messi, Agüero, Zabaleta, Mascherano, Higuain, Tevez, Di María, Pastore o Martino y pretendan que el fútbol sea un juego, que se gane por talento, por ideas, por coraje del corazón (y no por una simple cuestión de genitales), quienes no estén dispuestos a jugar sin reglas, ni sanciones, quienes no crean que macho es el que pega primero, a traición y con protección, que se vuelvan a sus espacios protegidos, a sus continentes ingenuos y feminoides, a sus canchas pensadas para futbolistas y espectadores blandengues. 
  Esto es América, aquí se juega a lo macho, se arbitra a lo mafioso y las hinchadas, como las sociedades, alientan ese estilo, ese “sea como sea”, o miran para otro lado. Esto es América, desde aquí Grondona sostuvo y aleccionó a Blatter (que, curiosamente, sin “don Julio” no tardó en desmoronarse, junto a una banda que incluye, curiosamente, a una proporción significativa de americanos). Esto es América y aquí, definitivamente, se juega como se vive.

(Nota al pie: Este texto está escrito antes de que Argetina juegue la semifinal, e independientemente del resultado en ese partido o, eventualmente, en la final)

jueves, 25 de junio de 2015

Medios, fines y mafias

por Sergio Sinay




"El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones". Este pensamiento de Winston Churchill adquiere hoy y aquí una patética certeza. Debates y cierres de listas han sido en esta última semana un largo desfile de bajezas, de imposturas, de miserias intelectuales y morales. Una banda de mafiosos se apresta a conservar el poder a cualquier precio (y con el poder, la impunidad) mientras enfrente les responden con marketing y sin una idea capaz de despertar a una sociedad distraída y apática, sin sueños ni pasiones. Un gran hombre moral del siglo XX como fue Albert Camus; afirmó: "En política los medios deben justificar el fin". ¿Qué fin justifica a la corrupción como medio? Y por otra parte, cuando no se tienen fines, todos los medios se disuelven en el aire, con la misma liviandad de quien los usa.