miércoles, 19 de agosto de 2015

Hay menos ciudadanos que votantes

Por Sergio Sinay

La ciudadanía es una construcción que va más allá del simple hecho de votar y que requiere responsabilidad y conciencia, tanto en la sociedad como en sus gobernantes y candidatos


   La inyección de dinero, en forma de subsidios, planes y prebendas clientelistas no remplaza al desarrollo social y personal. Tampoco respeta la condición de ciudadanos de aquellos sobre quienes se derrama. El sociólogo británico Thomas Humphrey Marshall (1893-1982),    reconocido estudioso de la cuestión de la ciudadanía, sostenía que se alcanza esta condición cuando a las libertades legales formales se le agrega el cumplimiento efectivo (y no sólo declamado) de derechos sociales como la salud, la educación, la vivienda y un ingreso mínimo digno. Sólo esto hace de un individuo un miembro real de la sociedad en la que vive, decía. Marshall abundó en esta cuestión en su célebre ensayo Ciudadanía y clase social, publicado en 1949. La filósofa política Debra Satz recoge estas nociones en su reciente y sustancioso trabajo Por qué algunas cosas no deberían estar en venta. Recuerda allí que el derecho al voto, aun cuando se ejerza, tiene importancia relativa si una proporción significativa de votantes no recibió la educación suficiente como para leer en las boletas algo más que los nombres y para entender lo que se juega en un acto eleccionario.
  Si tanto Satz como Marshall vivieran hoy en la Argentina observarían que tampoco alcanza la educación formal (un buen nivel de instrucción) o una plausible comodidad económica para hacer del voto una verdadera herramienta democrática cualitativa y no sólo cuantitativa. Habría que incluir el aprendizaje y puesta en práctica de ciertos valores morales, la percepción de que no hay bienestar o salvación individual en medio de un naufragio colectivo, la comprensión de lo que significan el bien común y el destino comunitario además del interés propio. Sin esto, el egoísmo, la hipocresía, la indiferencia   ante el futuro y la miopía existencial se tornan “democráticas” (es decir, se distribuyen profusamente entre diferentes sectores y capas económicas, sociales y culturales). Y eso se nota de manera dramática y socialmente patológica a la hora de elegir gobernantes.  Una sociedad de votantes y de consumidores (en este consumen productos de marketing envasados como candidatos) no es, necesariamente, una sociedad de ciudadanos.
  La ciudadanía no se regala. Se construye. Y es una construcción colectiva. Requiere voluntades integradas, vectores que confluyan en el diseño de un porvenir comunitario alentador, en el cual el sentido de las vidas individuales pueda despuntar en un contexto estimulante y dejar huella en el presente y futuro de otras vidas. Construir ciudadanía exige buena fe, reclama respeto por la diversidad (y no la utilización oportunista de minorías postergadas o discriminadas), convoca al diálogo, y no a la suma de monólogos, ante los inevitables desacuerdos de la vida colectiva. Sólo es posible construir ciudadanía en donde hay un ejercicio responsable del poder. Es decir en donde se lo pone al servicio de la sociedad representada y en donde se da cuenta a los mandantes (deber inexcusable de toda mandatario) acerca de las decisiones tomadas y de sus consecuencias.

  Todos estos aspectos y requisitos parecen lejanos y extraños cuando se avecinan elecciones con candidatos que dan muestras de una irresponsabilidad, una ineficiencia y una capacidad de genuflexión tan inocultables como el oficialista, o de un oportunismo, una volubilidad o una superficialidad tan descorazonadoras como las de sus principales            adversarios. Así será mientras quienes aspiren a ser ciudadanos (personas con derechos y deberes reales y activos, que conviven en un escenario de respeto actuando con responsabilidad y compromiso en la construcción de riquezas comunes) actúen como simples votantes que solo especulan con el plazo corto e individual.

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