La empatía como virtud política
Por Sergio Sinay
Un gobernante que no camina con los zapatos del prójimo es apenas un mal actor.
La capacidad de reconocer las emociones de los
demás está comprendida dentro de una de
las inteligencias múltiples (la interpersonal) que, de acuerdo con Howard
Gardner (neuropsicólogo, investigador de Harvard) podemos desarrollar los seres
humanos. Desde este enfoque enriquecedor (bajo cuya luz la inteligencia ya no
es un bloque rígido y unitario) Daniel Goleman desarrolló luego el concepto de
inteligencia emocional. En todos los casos la inteligencia es la aptitud que
demostramos para aplicar en respuesta a las situaciones que la vida nos plantea las herramientas cognitivas y emocionales de las que
venimos dotados. Más las que adquirimos. Y se desarrolla con entrenamiento, con estímulo, con
referencias y guías, en interacciones personales donde el otro es visto como un
semejante y no como un objeto. No hay inteligencia emocional donde no hay
registro del otro y donde no se capta la necesidad de él para nuestra propia
existencia.
Empatía se
llama, justamente, la capacidad de reconocer las emociones ajenas, de
comprenderlas, de compartirlas y de acompañarlas. Esta no es una capacidad
innata o genética. Requiere una previa experiencia en el conocimiento del
propio mundo emocional, cosa que no siempre es fácil y agradable, y en la
exploración, aceptación y transformación de ese mundo. Este no es un ejercicio
intelectual. Se trata de una inmersión profunda, con un importante componente
intuitivo, es un viaje que a menudo no tiene mapas previos, estos se dibujan
mientras se avanza.
Quien desarrolla la empatía deja de ver a los
otros como siluetas, como instrumentos para sus fines, como obstáculos a
apartar o como objetos descartables. Cuando una tragedia golpea a una sociedad o cuando esta atraviesa momentos difíciles como cuerpo colectivo,
la empatía de sus dirigentes es un atributo esencial, cuyo ejercicio fortalece,
aún medio del dolor, los lazos comunes, la noción de pertenencia, la
identidad compartida. No se trata de saltar de inmediato al ruedo a prometer
soluciones o vendettas casi bíblicas (que acaso cueste cumplir). Eso tiene más
de oportunismo que de otra cosa. Lo primero es conectar con el dolor ajeno
desde el propio y tejer así una red de sostén ante el tremendo impacto inicial. Y no es este un ejercicio en el que políticos y gobernantes se comprometan con la persistencia, el compromiso y la sinceridad que resultan esenciales. La empatía no se declara, se siente y se actúa. Por eso, cuando queda solo en palabras su falsedad se evidencia rápidamente.
Quien se dedica a la política sin este
atributo no la honrará, estará cada vez más lejos de la humanidad de sus
representados, más propenso a desentenderse de sus dolores y necesidades
verdaderas y a hacer de esos gobernados meros factores funcionales a sus
intereses personales y/o privados.
Cada país carga con sus propios logros y sus
propios dramas y tragedias. En los Estados Unidos los crímenes seriales son un
síntoma ineludible, que mientras más se tarde en atender (en tanto los grupos
armamentistas sean intocables, se facilitará la repetición del síntoma) más
tragedias causarán. La Argentina tiene su propio talón de Aquiles. Una vez se
llama Cromagnon, otra vez es el tren de Once, cada día son tragedias en rutas
intransitables, que ni se mantienen, ni se mejoran ni se amplían, al punto que
al final de cada año se cuentan tantas bajas como en una larga e interminable
guerra. También hay trágicos derrumbes, perfectamente evitables, que la
corrupción ha hecho posibles. Y hospitales carenciados que no ofrecen respuesta al dolor. Y si bien no hay asesinatos colectivos, la
inseguridad sin freno provoca un goteo cotidiano de crímenes que deja su propio
reguero de dolor, de familias destruidas, de vidas que no cumplirán sus
proyectos y sus ciclos.
Frente a esto, y a tantas fuentes de sufrimiento, no hay empatía, salvo, claro
está, la de familiares, vecinos, seres queridos y cercanos. A veces, de manera tardía y patética, aparece una puesta en escena mediante la cual un gobernante intenta convencer de que sufre dolores ajenos. Pero son malos actores. Y esto es independiente de quien gobierne. La verdadera política versa sobre la literal y real preocupación por
los temas de la polis, de la comunidad. Sus dolores, sus necesidades verdaderas,
sus esperanzas. Por supuesto, la empatía no cambia realidades, pero ayuda mucho
a transitarlas, porque lo más valioso que tenemos las personas son las otras
personas. Siempre y cuando las reconozcamos como tales.
La empatía no se compra, no se adquiere de la
noche a la mañana y no existe sola. Sin ella la generosidad, al altruismo, la
solidaridad son apenas declaraciones de ocasión. Quienes creen que la tragedia
de otros es merecida y la justifican con rústicos argumentos ideológicos harían
bien en preguntarse por su propia empatía, en pensarse como hijos, como
hermanos, como padres, como amigos. Como humanos. La empatía requiere caminar
al menos cien metros con los zapatos del otro. Un requisito que ninguna
Constitución fija, pero que todo gobernante debería cumplir.
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