lunes, 2 de mayo de 2016

En manos de príncipes y cortesanos

Por Sergio Sinay

Ninguna forma de comunicar sirve si desde el poder se olvida la existencia de las personas, sus necesidades y sus vivencias



Hace 25 años el historiador y ensayista canadiense John Ralston Saul, actual presidente del PEN Club Internacional (asociación mundial de escritores, fundada en 1921), publicó Los bastardos de Voltaire, un apasionante y apasionado embate contra las deformaciones de la razón en el mundo occidental y sobre sus consecuencias políticas, militares, económicas, científicas, sociales y culturales. Con notable erudición y una escritura límpida e inspirada, Ralston denuncia allí a quienes confunden política con gerenciamiento, democracia con absolutismo, comunicación con jerga, estrategia con empecinamiento ciego, república con reinado, y también a quienes, en todos los ámbitos  mencionados, olvidan y desprecian el valor de lo humano y convierten a las personas en números o medios para un fin.
Leído nuevamente un cuarto de siglo después el libro de Ralston Saul (autor también, entre varias obras que incluyen novelas, de La sociedad inconsciente, sólido e imprescindible complemento de Los bastardos) renueva y aumenta sus sólidos fundamentos y su vigencia. Allí señala que, a partir del siglo XVIII, con la irrupción del iluminismo, aparecieron en el escenario político los cortesanos. Fallidos y fundamentalistas abanderados de la razón, estos se pusieron al servicio del poder (para beneficiarse de él) y dieron lugar al nacimiento de las burocracias y tecnocracias. Burócratas y tecnócratas gestionan desde teorías y protocolos que se demuestran fracasados una y otra vez, pero ellos no lo reconocen así e insisten en forzar a la realidad en el intento de meterla, así sea a la fuerza, en moldes preconcebidos. Los costos son altos y no los pagan ellos: vidas, sueños, proyectos, enfrentamientos y rupturas sociales, guerras (en las que no combaten), catástrofes ecológicas, desmesuras científicas, crisis económicas terminales, crecimiento tecnológico desbocado y disfuncional.
Los cortesanos son la novedad frente a los príncipes. Mientras solo gobernaban los príncipes se hacía la voluntad de estos. Vidas, tierras y destinos personales y colectivos estaban a su merced, sus consejeros los avalaban y hasta las autoridades religiosas se les asociaban. Con el surgimiento de nociones como república, derechos y democracia irrumpen los cortesanos, y los príncipes cambian sus características. Son los gobernantes populistas y autoritarios de hoy que, como los príncipes de antaño, se proponen como figuras providenciales, portadoras de un derecho divino (que en este caso emana del dios “pueblo”) para intentar el poder eterno y absoluto.
Mientras el príncipe concentra y personaliza el poder, descree de la democracia aunque no olvida nombrarla, y se disfraza de héroe, el cortesano mantiene un perfil bajo, se mimetiza en gerencias, gabinetes, juntas directivas, equipos. No asume responsabilidades sobre fracasos económicos estrepitosos que profetizó como éxitos, anuncia guerras victoriosas que luego se pierden, presenta progresos tecnológicos que no mejoran en lo esencial ninguna vida además de degradar el medio ambiente, y no tiene reparos morales en avanzar hacia horizontes científicos peligrosos.
En tanto Occidente deambula entre príncipes y cortesanos, las vidas humanas, los destinos individuales y colectivos, son un difuso, oscuro y olvidado telón de fondo. La mirada de Ralston Saul nos abarca en el aquí y ahora. Buena parte de la discusión bizantina (en Bizancio, hacia el siglo IV, las sectas religiosas discutían larga y tediosamente cuestiones abstractas sin hallar solución) sobre la comunicación del actual gobierno, entra allí. El príncipe comunica mandatos providenciales y no deja lugar a discusión. Son edictos reales. El cortesano se considera especialista en cuestiones que el vulgo no domina y cree que explicárselas no tiene sentido y sería pérdida de tiempo. Pero para cubrir las apariencias termina por comunicarlo, aunque lo hace en una jerga que nada aclara. Príncipes y cortesanos desprecian, cada uno a su manera, la realidad sobre la cual el ciudadano (o el súbdito según el caso) de a pie no tiene dudas porque la vive. La comunicación no crea a la realidad. Sólo la muestra, la oculta o la distorsiona. Y esto lo hacen tanto príncipes como cortesanos.

3 comentarios: