lunes, 30 de noviembre de 2015

Un cambio hacia lo desconocido
Por Sergio Sinay

Será necesaria una transformación cultural, sólo posible si se inicia en nuestras conductas cotidianas. Y eso cambiará la política y la economía.


      La comparación de la situación actual con la de 1999, cuando ganó la Alianza  y asumió De la Rua, cae en dos de las ilusiones cognitivas (o atajos del pensamiento) que el psicólogo del comportamiento Daniel Khaneman, único no economista que ganó el Premio Nobel de Economía (en 2002), estudió y definió en su libro Pensar rápido, pensar despacio. Una es la ilusión de recuerdo y la otra es la falacia narrativa. La primera toma una situación o elemento conocido y familiar y, confundiendo familiar con verdadero, crea un relato. La situación actual es nueva, y como no tenemos referencia, le aplicamos un dato conocido para no convivir con la incertidumbre. La falacia narrativa, a su vez, crea expectativas y visiones del presente a partir de dudosas y discutibles historias del pasado. El 2001 existió, pero estamos en 2015. Aquello ya fue vivido, esto no.
De hecho, es necesario repetirlo, las elecciones del 22 de noviembre pasado no se decidieron por lo económico, sino por el hartazgo moral. Si hubiese prevalecido lo económico (como en todas las elecciones pasadas, excepto la de Alfonsín) habrían vencido los descarados argumentos consumistas que el kirchnerismo impulsó durante años, sin la menor responsabilidad, con especial énfasis en su vergonzosa agonía. Esta vez se siguió la secuencia que señala el filósofo francés André Comte-Sponville en El capitalismo, ¿es moral? Si la economía se impone a la política hay barbarie económica, si la política se impone a la justicia hay barbarie política, si la justicia se impone a la moral hay barbarie jurídica. La moral es el límite. Desde ella deben alienarse los demás ámbitos.
     Del hartazgo moral no se sale con políticas económicas, aunque será necesario sincerar la economía, ponerla al servicio de necesidades sociales y de proyectos colectivos convocantes, que creen ámbitos de convivencia en los cuales los ciudadanos puedan desarrollar lo mejor de sí para desandar caminos existenciales trascendentes. El catalán Josep Burcet (1940-2011), sociólogo de la comunicación y la civilización, profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona y en la Universidad Politécnica de Cataluña, y Visiting Scholar en la Universidad de Michigan, trabajó intensamente durante la última década de su vida en un Manifiesto para el Cambio Cultural, al que consideraba como la gran transformación que debería dejar este siglo. En los apuntes para ese Manifiesto escribió Burcet: “Más allá de la economía, la tecnología, la ecología y la ciencia, la cohabitación cultural se convertirá en uno de los problemas más característicos del siglo XXI. Ya no nos basta concentrar nuestros esfuerzos en los temas económicos, tecnológicos, ecológicos y científicos. Ahora debemos incluir en nuestra agenda los temas de cohabitación y transformación cultural”. Estos temas nos aguardan, señalaba, por encima de nuestras urgencias cotidianas.
     Cambiar significa hoy y aquí salir de la cultura del primero yo, del oportunismo, de la indiferencia hacia el entorno, del ventajismo. Significa abandonar la creencia de que las leyes son para los otros (para los giles) y que es de vivos burlarlas y evadirlas. Significa aprender a aceptar las diferencias partiendo de la base de que aceptar es mucho más que tolerar. Significa entender que los deberes anteceden a los derechos, porque, como decía Simone Weill (1909-1943), filósofa que se inmoló apoyando sus convicciones con su vida, aquellos tienen que ver con el Tú y éstos con el Yo. 
     Este cambio cultural no lo puede imponer un gobierno por decreto (aunque las conductas de sus miembros deben ser referencias claras y permanentes). Como toda transformación profunda, deberá empezar en las acciones cotidianas de quienes elijan vivir de otra manera. Parando en los semáforos en rojo, respetando límites de velocidad, no eludiendo impuestos, olvidando el ejercicio de la coima, honrando como padres la autoridad de los docentes porque sus hijos son alumnos y no clientes. Sobran los ejercicios diarios para producir un cambio cultural. Se trata de no andar por la vida flojos de papeles. El resultado se verá también en la economía y en la política. La tarea requiere paciencia, constancia y buena fe. No tiene antecedentes. Hay que crearlos.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Hacia una transformación postergada
Por Sergio Sinay


Aunque la economía ofrezca grandes dificultades, hay momentos en que las sociedades ponen por delante aspiraciones éticas y morales. Este parece ser uno de esos momentos



     Cuando el candidato kirchnerista se lanzó a liderar una desesperada campaña de terrorismo verbal procurando obtener por el miedo lo que no lograba con ideas, hizo lo que Albert Camus, un héroe moral del siglo XX, consideraba lo contrario de la nobleza: mentir acerca de lo que uno sabe. Y cuando él y su ama política (que lo desprecia y que tras hacer manipulado la verdad a través de cadenas oficiales padece ahora una súbita afonía) violaron reiteradamente la veda electoral, ejercitaron lo que el filósofo y lingüista Tzvetan Todorov llama, en su libro Los enemigos íntimos de la democracia, la barbarie del poder. Era una violación más a las reglas del juego democrático. Y cuando impera esa barbarie, apunta Todorov, “el jefe de Estado no se siente obligado ni por las leyes ni por sus propias promesas y solo cuenta su voluntad en cada momento”.
     Por conductas de ese tipo la Argentina es, según apuntaba ya en 1990 el invalorable jurista Carlos Nino (1940-1993), “uno de los pocos países del mundo en pronunciadas vías de subdesarrollo”, un caso notable de reversión fulminante y rápida. Lo señalaba en un libro cuya vigencia aumenta día a día: Un país al margen de la ley. En esa obra lúcida, dolida y doliente Nino marca cómo el populismo aísla al país del mundo y cómo la agonía de la cultura del trabajo lleva a valorar lo que se tiene por sobre lo que se es, al tiempo que alienta la búsqueda de atajos y la corrupción. En ese contexto, la invocación de un mítico y confuso “ser nacional” (sin fundamentos en la historia, en la Constitución o en la experiencia real de la sociedad) lleva al poder a “defenderlo” aun a costa de derechos y libertades individuales (en la patética Secretaría de “Pensamiento Nacional” no deben de haber oído hablar de esto). Estos y otros factores, en fin, terminan por crear las condiciones para lo que Nino considera una tragedia nacional: la anomia, “la ilegalidad en particular, o sea la no observación de normas morales, jurídicas y sociales”.
     El domingo 22 de noviembre la mitad de la ciudadanía expresó su hartazgo respecto de esta barbarie, de esta involución y de esta anomia. Mientras el oficialismo intentaba sembrar el terror profetizando que su derrota significaría el fin del clientelismo, del consumismo sostenido con cebos obscenos, de derechos que no son dádivas monárquicas y que por lo tanto resultan inalienables, esos votantes lejos de intimidarse afirmaban una convicción. Esta vez parecían dispuestos a poner aspiraciones morales, propósitos de convivencia y construcción de modelos de vida por encima de riesgos económicos. Reducidas a una cosmovisión estrecha, oscurantista y éticamente miserable, las usinas oficialistas amenazaban (cada vez con más furia y menos escrúpulos) con lo que supuestamente los ciudadanos dejarían de tener, y estos respondieron firmemente con lo que aspiran a ser.
     Pero no termina ahí. La voluntad social de cambio deberá ser respondida desde el nuevo gobierno con el despliegue de mapas claros, legibles y posibles. Y también con una honesta descripción de los riesgos y costos que encierra el viaje hacia una sociedad abierta, comunicada con el mundo, confiable, previsible y realizadora. Una sociedad, en fin, cuyo futuro aguarde adelante y no atrás, como ocurre cuando el populismo ofrece un pasado manipulado, no experimentado y falso como único (y eternamente postergado) porvenir. El concreto diseño de ese futuro y la puntual descripción de las tareas que requiere permitirán que una buena porción de la sociedad que fue sensible al terror sembrado por un candidato exasperado e impúdico pueda sumarse a esa transformación colectiva y fortalecerla.
     La economía no está bien y eso se verá con toda su crudeza cuando la troupe de corruptos se vaya el 11 de diciembre (es de esperar que sus cuentas no queden impagas).  Pero el verdadero desafío del nuevo gobierno tiene que ver menos con la economía que con ser el iniciador de una profunda y balsámica transformación cultural que la sociedad argentina viene postergando desde el comienzo de la democracia. Y desde antes también.  

lunes, 16 de noviembre de 2015

Elecciones responsables
Por Sergio Sinay

Más allá de quién gane el balotaje, hay una responsabilidad que la sociedad no puede transferir a los candidatos




     

      Gane quien gane las elecciones del próximo domingo, el candidato triunfador emitirá sobre la sociedad un interrogante cuya respuesta le corresponderá a esta. La pregunta será diferente según el elegido. Y en ambos casos lo que está en juego es el ejercicio de la responsabilidad.
     Si la mayoría de los votantes opta por el candidato oficialista, cada uno de sus electores deberá hacerse cargo durante los próximos cuatro años de las consecuencias de esa elección, sobre todo de las consecuencias que provoquen decepción, desencanto, hartazgo. Si el candidato encara la continuidad de un modelo, como él mismo lo ha demostrado con sus actitudes, y si traslada al escenario nacional lo que hizo como gobernador de su provincia, la sociedad deberá padecer hospitales en deplorables condiciones, una educación clientelista, cuerpos policiales tan elefantiásicos como corruptos, una inseguridad angustiante y la libre expansión del narcotráfico. Habrá grandes zonas indefensas ante inundaciones y otras catástrofes previsibles, un presidente evasivo, incapaz de hablar con claridad sobre cualquier tema, rutas deplorables y peligrosas, carencia extendida de servicios básicos y un clientelismo galopante que demuela los restos de la cultura del trabajo. La corrupción sin precedentes de la última década quedará impune, el país seguirá alineado con los regímenes más antidemocráticos del mundo y posiblemente los flagelos de la inflación, la pobreza y la educación decadente no serán atacados porque el candidato nunca los reconoció (es más, los negó). En materia de energía es probable que sigamos el actual camino hacia la época de las cavernas.
     Si nada de esto ocurriese, una parte mayoritaria de la sociedad podrá felicitarse a sí misma por haber hecho la elección correcta. Y si ocurriese, cada integrante de esa mayoría deberá tomar su cuota de responsabilidad y no trasladarla a terceros.
     En caso de que el elegido fuera el candidato opositor, la porción mayoritaria de la sociedad que habrá optado por un cambio tendrá ante sí la responsabilidad de explicitar a qué cambio aspira, cómo espera que se produzca y de qué manera está dispuesta a participar en él. El candidato opositor ha transmitido con entusiasmo su vocación por cambiar pero no ha sido muy explícito en el cómo. Así como una declaración de amor no es un acto de amor hasta que no se traduce en hechos y conductas concretas, la aspiración a cambiar no significa una transformación hasta que no florece en acciones y realizaciones. Si la masa crítica de la sociedad que consagra a este candidato considera que una vez depositado el voto hay que sentarse a esperar los cambios, su conducta habrá sido la que a lo largo de la historia argentina produjo repetidas frustraciones, desilusiones, iras y hartazgos. Depositar la tarea en un elegido y no participar más que a través de la concurrencia a las urnas es una expresión de pensamiento mágico o, peor, de irresponsabilidad. Si se elige un cambio, hay que empezar por practicarlo: respetar leyes y reglas, convivir civilizadamente, descartar la solidaridad utilitaria muy en boga y ejercer una generosidad no especulativa, acostumbrarse a postergar el beneficio propio en nombre del bien común. En todos estos rubros la sociedad argentina vive un prolongado déficit del que no la sacará ningún gobierno si no empieza a cambiar ella a partir de las conductas cotidianas de sus integrantes.
       Si esto ocurre y el cambio se percibe también en los actos de gobierno, la mayoría de ciudadanos que lleve al candidato opositor al gobierno podrá felicitarse por haber sido protagonista del inicio de una transformación trascendente que irá más allá de su propias  tiempo de vida y se convertirá en legado para las próximas generaciones. Habrá cambiado una cultura. Si no fuera así, cada elector tendrá que revisar su propia responsabilidad en la repetición de una frustración.
       Como señalaron esas grandes personas morales del siglo XX que fueron Hanna Arendt  y Albert Camus, la responsabilidad es siempre individual. Pero las consecuencias de nuestras conductas, acciones y elecciones no lo son. Afectan a los otros, y es ante ellos ante quienes responderemos. Un voto es más que un voto. Las sociedades tienen los gobernantes que se les parecen, y estos nacen de la relación entre cada ciudadano y su propia responsabilidad.


martes, 10 de noviembre de 2015

Con la verdad no se juega
Por Sergio Sinay

Lanzados a mentir y amedrentar, el candidato oficialista, su mentora y su equipo dejan de lado cualquier escrúpulo y todo contacto con el espíritu de la democracia, que alimentaron grandes políticos y pensadores


      Hacia 2004 el historiador Jean-Noël Jeanneney, entonces director de la Biblioteca Nacional de Francia, invitó al filósofo y lingüista búlgaro Tzvetan Todorov  a participar en la organización de una extensa e integral exposición sobre la Ilustración, que se realizaría en 2006. A raíz de eso, Todorov, uno de los intelectuales más lúcidos de estos tiempos, escribió un libro breve, sustancioso e ineludible para enfocar las cuestiones de la política y el pensamiento contemporáneo: El espíritu de la ilustración. Es un sentido e inteligente homenaje al movimiento que, en el siglo XVIII, daría nacimiento a las ideas republicanas, a la noción de derechos individuales, a la noción misma de individuo, de autonomía, a la ciencia moderna y a muchas de las más poderosas ideas que atraviesan a la filosofía moderna.
    Todorov no oculta en esas páginas su admiración por Nicolás de Condorcet, un girondino (movimiento que se homologó en la Revolución Francesa con la derecha, por sus ideas moderadas y consensuales), que fue condenado a la guillotina por los jacobinos (la izquierda, radicales fundamentalistas acaudillados por Robespierre, que terminaron, como suele ocurrir, enfrentados internamente a muerte en la búsqueda del poder absoluto). Condorcet prefirió envenenarse antes que subir al cadalso, y así murió en 1794, a los 51 años. Antes dejó páginas imperecederas y valiosísimas acerca de la educación, la necesidad de laicismo, la libertad, los deberes del gobierno, la justicia, la tolerancia y los horizontes de una ciencia no dogmática. Muchos de los textos de Condorcet, básicamente sus Memorias y su Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, son valiosas guías para ejercitar el pensamiento, y en particular el pensamiento crítico, ese atributo hoy desplazado por el bienpensantismo y la pereza intelectual.
      Precisamente en sus memorias Condorcet advierte que “la verdad es tan enemiga del poder como de quienes lo ejercen”. Todorov dedica un capítulo completo de su libro al tema de la verdad a partir de las ideas de Condorcet. Se vale de ellas para diseccionar episodios todavía humeantes de la política actual y termina por escribir lo siguiente: “El gran poder engendra grandes peligros, ya que ofrece al que lo posee la impresión de que siempre tiene razón y de que no debe tomar en cuenta ninguna otra opinión. Para protegerse del abismo en el que puede sumirlo el vértigo del poder, para evitar que arrastre también al resto del mundo, debe aceptar que con la verdad no se juega”.  Antes de eso recuerda cómo el propio girondino había advertido que “los fantasmas del miedo bastan para descartar la preocupación por la verdad”, que, afirma Todorov, es constitutiva del espacio democrático.
     La campaña de terror virtual y de amedrentamiento frontal, inescrupuloso y hasta primitivo desatada esta semana desde las usinas del oficialismo (con el tufillo goebbeliano que el asesor brasileño Joao Santana suele imponer en sus asesoramientos) está, como es obvio, en las antípodas del pensamiento de Condorcet y de Todorov, así como de todo espíritu republicano. Probablemente sería una pretensión exagerada imaginar que sus autores y ejecutores, incluido el candidato, tengan alguna idea acerca de la mera existencia de estos pensadores o que puedan comprender de qué hablan. Y pedirles que contemplen cosmovisiones de este tipo equivaldría a exigirles que cambien su naturaleza. Un imposible.
     Pero las vigentes ideas del filósofo iluminista y las de su validador contemporáneo deberían hacerse carne en cualquiera que aspire a gobernar. Comprometerse con el espíritu que contienen y expresarlo en acciones y conductas (no bastan las palabras, porque ya se vio que estas se vacían fácilmente de significado) sería una manera de construir un pacto moral con la sociedad, hoy más necesario que nunca. Hacerlo requiere más coraje del que se cree. Y pide aceptar (a tiempo y de antemano) que ni la mentira ni el poder son eternos y absolutos.

lunes, 2 de noviembre de 2015

La naturaleza del escorpión
Por Sergio Sinay

Desde el oficialismo se ha puesto en juego una táctica miserable: la mentira terrorista




Este dibujo pertenece a El Roto, estraordinario artista español 
    
  “Es mi naturaleza, no puedo cambiar”, dijo el escorpión después inocular traicioneramente su veneno mortal a la rana que lo transportaba a través del río. Había prometido no hacerlo y la rana le creyó, porque si ella moría en medio del río, el escorpión se ahogaría también. Pero la naturaleza del escorpión pudo más que la promesa. La campaña terrorista desatada a través de mails, redes sociales, afiches y otras vías desde las madrigueras del candidato oficialista para asustar a los ciudadanos y obtener votos a cualquier precio, recuerda que, como dijo el escorpión, la naturaleza de cada quien no se puede cambiar.
     Doce años de mentir, tergiversar la realidad, esconder cifras, esconder pobres, falsificar la historia, saltearse las leyes, manipular la justicia, no cambian en tres semanas. Lo que hay no es “continuidad con cambio”, como balbucea el candidato, sino continuidad rabiosa y, en su caso, obsecuente. En su hora más aciaga, tiene de su lado (como cerebro gris de esta campaña de intimidación miserable e inmoral) al publicista brasileño Joao  Santana, un trasnochado y tardío discípulo de Joseph Goebbels, aquel siniestro funcionario nazi que inmortalizó la consigna “Miente, miente, que algo quedará”. La primera mentira, en este caso, es negar que hayan apelado a Santana.
     “La verdad es tan enemiga del poder como de quienes lo ejercen”, decía en el siglo XVIII Nicolás de Condorcet, una de las mentes más brillantes y visionarias dela Ilustración. La verdad pone al desnudo las miserias de quienes ejercen el poder (o aspiran a ejercerlo) y temen que se esparza porque no hay otro modo de llegar a la verdad que no sea por el camino del pensamiento crítico, de la reflexión, del ejercicio de la conciencia. Quien pone en juego estos atributos, se convierte en enemigo mortal de los manipuladores, los corruptos, los venales, los inescrupulosos, los genuflexos, porque no puede ser manipulado ni comprado. Y es con estos mismos atributos con los que se puede desarticular la campaña ya no sucia, sino roñosa, que se ha lanzado desde las filas de un oficialismo que, desde su vértice hasta su base, pone en estos días manifiesto lo que nunca pudo ocultar: su naturaleza, su perversión.
    Si cuando se está en campaña y se aspira al poder se usa la mentira y el terror, ¿qué no se usará luego desde el gobierno? No es una pregunta ociosa. Estas son horas de vigilia, horas de seguir pensando, de usar, ante el veneno del escorpión, el antídoto de la conciencia, del razonamiento, del coraje cívico. Si hay un futuro está adelante, no atrás.

lunes, 26 de octubre de 2015

Ganó el No afirmativo
Por Sergio Sinay

La sociedad tiene por delante una tarea moral: convertir la energía con la que dijo No a una década perversa en una energía que, en el día a día, empiece a construir el con el que sueña



       En las elecciones del domingo 25 de octubre ganó el No. No a la intolerancia. No a la mentira como única verdad. No al narcisismo desbocado instalado en la cima del poder. No al insulto gratuito y resentido como única forma de comunicación. No a la negación sistemática de la realidad y a su adulteración permanente. No a delirantes sueños monárquicos sin sustento. No a la ordinariez como dogma y estilo. No a la ausencia absoluta de empatía por el dolor ajeno. No a la ofensa automática al diferente y a su pensamiento. No a la pobreza estructural. No a una intelectualidad de pacotilla, oportunista y miserable atrincherada en un absurdo “pensamiento nacional”. No al narcotráfico y a la delincuencia instalados en cargos y funciones gubernamentales. No al usufructo rapaz del Estado, que es propiedad de todos los ciudadanos, en beneficio propio y de una banda de obsecuentes. No a la naturalización del crimen en las calles y en las casas ante la total e imperdonable indiferencia del poder. No a la manipulación de la justicia y a su desprecio cuando no puede ser usada para granjearse impunidad. No a la corrupción más obscena y desembozada de la que haya memoria en tiempos democráticos. No al desprecio por las instituciones republicanas. No a la ostentación de incultura e ignorancia en cada párrafo de cada discurso oficial. No a la soberbia y a la prepotencia como argumentos políticos. No a la educación clientelista y empobrecedora. No a la prebenda y el clientelismo en lugar del esfuerzo y el trabajo. No a la utilización perversa e inmoral de los derechos humanos y de la memoria colectiva, avalada por muchos de los que debieran protegerlos y ponerlos a salvo de cualquier manipulación gubernamental. No a la penalización del salario mediante impuestos usurarios. No al agravio permanente a los jubilados mediante el arrojo de migajas mientras se malversan los fondos que les corresponden. No al uso de empresas estatales (como la ineficiente e impresentable Aerolíneas Argentinas) como guaridas de patotas militantes. No a la falsificación permanente de la historia, tanto de la reciente como de la lejana. No a la complicidad con dictaduras inmorales e indisimuladas como la rusa o la venezolana, y a la complicidad con regímenes que desprecian los modelos y procedimientos políticos e institucionales que el mundo civilizado transita desde el Iluminismo en adelante. No al encubrimiento de funcionarios terroristas extranjeros que planearon y ejecutaron en la Argentina un atentado que asesinó a más de 80 hombres y mujeres hijos de este país. No a todo aquello que oscureció la mente de tantos a lo largo de doce años siniestros, la dimensión de cuya oscuridad se percibirá con más perspectiva y certeza a medida que el tiempo (ese gran escultor, como lo llamaba la incomparable Marguerite Yourcenar, autora de Memorias de Adriano) ajuste las lentes y emerjan a la superficie aspectos hoy inimaginables del desquiciado elenco que encabezó este proceso.
     La lista de los No que ganaron el domingo es aún más larga que la de los candidatos amontonados en las prehistóricas boletas conque se votó. Todos esos No indican que, a pesar de todas las enfermedades que la aquejan (varias de ellas autoinfligidas) el sistema inmunológico de la sociedad argentina funciona. Hubo anticuerpos el domingo 25 de octubre y deberá haberlos (para que exista un futuro) el domingo 22 de noviembre. Mientras llega esa fecha y en el serpentario del poder se atacan unos a otros, a la sociedad (esos dos tercios de ella que se negaron a prolongar la agonía en que vivimos) se le presenta una tarea que será larga, esforzada y que necesitará de mucha voluntad, honestidad, sinceramiento, generosidad, reflexión y responsabilidad individual. 
     La tarea es convertir a toda esa energía que hizo posible el No en una energía que de nacimiento a un . Cada uno debería pensar en qué sociedad aspira a vivir. Basada en que valores, en qué tipos de relaciones personales, en qué actitud frente a la ley, ante las normas, ante el trabajo. En qué comportamiento ciudadano. En qué propósitos colectivos. El paso siguiente (en el que confluyen voluntad y responsabilidad) es comenzar a vivir en el día a día, en cada espacio cotidiano (aún el que se vea menos trascendente), de acuerdo con esa aspiración. Esta es la parte que no se le puede pedir al futuro gobierno (ni a ninguno). Y en esa parte, aunque no lo parezca, se inicia un pacto moral que cambia la política. Es el antídoto contra otra década perdida y sombría.

jueves, 22 de octubre de 2015

Infeliz domingo
Por Sergio Sinay

Cuando las elecciones y los candidatos ponen a la sociedad frente al espejo y le preguntan qué hará frente a esa imagen, solo ella puede responder. 

   

Finalmente el domingo se vota. Dejarán de acosarnos e invadirnos telefónicamente hasta el abuso con encuestas y llamadas proselitistas, que ponen en evidencia lo que somos para los candidatos. Simples votos sin identidad. No personas que merecen respeto. Esa falta de respeto la demostraron de muchas otras maneras. Ocultando propuestas o proponiendo lo que ellos y nosotros sabemos que no cumplirán. La demostraron con las chabacanas reyertas de gallinero (con perdón de las gallinas, que no tienen segundas intenciones y responden a su naturaleza) que evidenciaron el pobrísimo nivel de su sintaxis, de su léxico, de su cultura y, lo peor, de su cosmovisión y sus ideas. Una sociedad que juega su destino a manos de estos candidatos tiene en ellos la imagen de sí misma. Si no lo entiende llevará una y otra vez la misma piedra hacia ninguna parte. Ni siquiera se la podrá comparar con Sísifo, rey de Corinto y, según leyendas, padre de Odiseo. Castigado por oponerse a Tanatos (es decir a la muerte) fue condenado a subir una y otra vez una roca sin alcanzar jamás la cima.
     Considerado en la mitología como el más sabio de los hombres, Sísifo es protagonista de un mito en el que, como en todos, hay grandeza, misterio, belleza, profundidad y abundante materia prima para la interpretación y la reflexión. Nada que se pueda comparar con una sociedad que cada cuatro años empuja vanamente una piedra extraída de su propio riñón, sin el menor aprendizaje ni transformación.
     A pesar de este sombrío panorama, no todos los candidatos son lo mismo. Uno de ellos representa como ninguno el pantano del que no se puede salir, la desesperanza final, la impunidad completa de los corruptos y la continuidad de muchos de ellos. Es el candidato de la vacilación, de la inseguridad garantizada, de las inauguraciones apócrifas, de los hospitales sin médicos ni recursos, de las escuelas como aguantaderos, del clientelismo abyecto. De la década perdida. El candidato que hizo cualquier pirueta para llegar a serlo (aun a costa del desprecio de su inefable tutora). El que no habla, no enfrenta, no afirma, no decide, no asume, no se hace cargo. El que, como Bartleby (protagonista de la clásica novela del mismo nombre creado por el gran Herman Melville) podría aferrarse a la frase: “Preferiría no hacerlo”. Aunque detrás de la superficie opaca del escribiente Bartleby había una conmovedora profundidad a explorar. Y detrás de la superficie opaca de este candidato solo hay un vacío sin fin.
     Así llegamos a estas elecciones. Las encuestas, con sus cifras más o menos amañadas, no dejan de reflejar una realidad. Cualquiera sea el resultado, la conveniencia le habrá ganado a la conciencia, la cobardía moral se habrá impuesto al coraje moral y la corrupción habrá salido impune para volver por más, ya que uno promete mantener a los corruptos y los otros no han dicho que estén dispuestos a castigarlos como merecen. En los porcentajes que las encuestas (y los opinólogos) adjudican a los candidatos se ve una vez más que las sociedades acaban por tener los gobernantes que se les parecen.

lunes, 5 de octubre de 2015

El gran escape
Por Sergio Sinay

Cuando un candidato huye al debate con sus adversarios falta el respeto a  los ciudadanos y muestra cobardía cívica. Y los medios que omiten transmitir ese debate debilitan a la democracia y demuestran irresponsabilidad.



En una democracia, quien aspira a ser Presidente del país y se niega a participar de un debate al que concurren todos los demás candidatos, actúa con falta de respeto hacia la ciudadanía y con cobardía cívica. Además permite sospechar, con fundamentos que carece de propuestas (o que si las tiene son insostenibles o indemostrables) y que es incapaz de dialogar o de articular ideas mediante la palabra. Si, por otra parte, huye de ese debate por órdenes superiores, da la razón a quienes sostienen que es apenas un testaferro de quien lo designó. Patético testaferro, sin duda, cuando quien lo designó manifiesta por él (a través de actitudes y palabras) un profundo desprecio. Con su ausencia, entonces, dice mucho.
Si un candidato con esas características ganara las elecciones, una masa crítica de la sociedad lo habrá elegido como el sepulturero del futuro colectivo y de toda esperanza republicana. En la noche del domingo 4 de octubre, cinco de los seis candidatos a la presidencia en las elecciones del próximo 25, expusieron en público y por televisión sus propuestas, sus ideas, sus visiones. Con mayor riqueza o con mayor pobreza, con mayor elocuencia o con menor precisión, las expusieron y las debatieron. Además, lo hicieron con respeto y con escucha. Se pueden tener mayores acuerdos o desacuerdos con cada uno. Lo cierto es que allí estuvieron. Honraron a los votantes a los cuales apelan.
El sexto candidato escapó de la cita. El desertor prefirió asistir a un festival de rock. Mostró en toda su dimensión su idea de diálogo, democracia, coraje cívico. Una idea nula. En consonancia con él, la mayoría de canales de televisión, especialmente los de noticias (?), omitieron transmitir lo que era un hecho histórico en la anémica democracia argentina. Olfatearon, quizás, que allí no habría agresiones gratuitas, no habría olor a sangre, no habría bajezas, no habría personajes bizarros, es decir faltaría la materia prima con la que están acostumbrados a alimentar sus pantallas. Faltaron a su responsabilidad periodística. Mostraron cuál es su ética. La ética del oportunismo, del rating fácil y barato, de la pereza intelectual. Esos canales son privados. La televisión pública (esa que pagamos todos y que manipulan obscenamente unos pocos) transmitía fútbol.
Sería un buen ejercicio para la memoria y para fortalecer nuestra condición de ciudadanos en un caso, y de telespectadores en el otro, no olvidar ni la actitud del candidato que huyó ni la de los canales que miraron para otro lado. Porque las democracias fuertes, las repúblicas estables y los futuros de las sociedades se construyen desde aquello que los ciudadanos, a través de sus votos y de sus acciones de cada día (hasta las más mínimas, como apagar televisores o cambiar canales) les dicen a quienes pretenden representarlos o informarlos. Como en todos los casos, quien calla otorga. Y, como en todos los casos, la culpa no es del chancho. La responsabilidad es de quien le da de comer.

martes, 29 de septiembre de 2015

Psicópatas corporativos

Por Sergio Sinay

Son más de los que parecen, están enquistados en las empresas que manejan a los gobiernos y los efectos de sus acciones son devastadores para la sociedad. En estos días el caso VW los puso en el tapete.


     
Más de tres millones de autos (entre las marcas Volkswagen y Audi, ambos de la misma corporación) circulan por el mundo contaminándolo debido a que la empresa trampeó con los sistemas de control de emisión de gases tóxicos. Todo lo que se le ocurrió decir a Michael Horn, director ejecutivo de la firma en EE. UU., fue: “La embarramos”. Recuerda a esos asesinos (generalmente los femicidas) que después del crimen llaman a un amigo y dicen: “Me mandé una macana”. Que haya vidas humanas destruidas o amenazadas es lo de menos. El psicópata se saltea las nociones de bien y de mal, actúa por encima de ellas. Y Horn, tanto como Martín Winterkorn, el CEO de VW a nivel mundial, que renunció tras descubrirse el delito, encajan perfectamente en la categoría que el doctor en psicología Robert Hare describió como psicópata corporativo.
     Hare se ha dedicado especialmente a estudiar la psicopatía en general (es célebre su trabajo Sin conciencia: el inquietante mundo de los psicópatas que nos rodean) y a estos especímenes en particular. Tiene sus motivos. Ya en 2002 había detectado que la mitad de las grandes economías del mundo no correspondían a países, sino a corporaciones. El porcentaje no ha variado y acaso haya aumentado en favor de las grandes empresas, que, en definitiva, deciden sobre el destino de naciones y personas en la era de la economía de mercado.
El porcentaje de psicópatas en los altos cargos de las corporaciones, advierte Hare, es notablemente superior al de los que existen en la sociedad en su conjunto. Y sus características emulan y acentúan la de tantos psicópatas camuflados en el mundo común. Son superficialmente encantadores, tienen un alto concepto de sus propios merecimientos, son patológicamente manipuladores, no conocen el remordimiento, resultan emocionalmente superficiales e insensibles, carecen de empatía y jamás asumen responsabilidad por las consecuencias de sus acciones y decisiones. En cierto modo con estas características también se podría crear la categoría del psicópata político y aplicarla a gobernantes y candidatos, ya que estamos en épocas electorales.
     Lo habitual es que estos psicópatas salgan impunes de los desastres que pueden provocar (y provocan), agrega Hare, y que se lleven incluso algún premio. Allí están como prueba los altos ejecutivos de Lemman Brothers y de toda la banca que hundió al mundo en la peor crisis económica en un siglo (con secuelas de quiebras, suicidios, vidas y futuros destruidos) y no sólo se reubicaron y siguen libres, sino que, rescatados por los gobiernos que se postran ante las corporaciones (incluido el de EE.UU.), terminaron cobrando jugosísimas indemnizaciones y bonos. Su única falla fue haber sido descubiertos. Por lo demás, cumplieron con su tarea: permitir a las corporaciones ganar dinero, así sea a costa de la salud y vida de las personas o del planeta. Para eso los contratan.
      Cuando se lee que el nuevo CEO de Volkswagen, Matthias Müeller (trasladado desde Porsche) ve en esta situación “una oportunidad” para que la empresa renazca y se fortalezca, mientras otras autoridades de VW echan la culpa del crimen a “un pequeño grupo”, se entiende por qué Robert Hare consideró necesario estudiar y dar a conocer las características de la psicopatía corporativa y sus amenazas y costos para la sociedad.
     Cada vez que oímos sobre “responsabilidad social empresaria”, sobre lo que quieren, piden y esperan los mercados, sobre la influencia de éstos en decisiones gubernamentales que afectan a países enteros y millones de vidas, es tiempo de internarse en los estudios de Hare y de preguntar si nuestros destinos como personas, como ciudadanos, como usuarios están en manos de psicópatas corporativos. Si es así, también conviene recordar que el psicópata (de cualquier tipo) no suelta su presa hasta que ésta decide abandonar su condición de tal, como bien señala Marie-France Irigoyen en El acoso moral. Y en todas las condiciones que mencioné (persona, ciudadano, usuario), siempre hay algo para hacer y escapar al papel de presa. Desde no consumir sus productos, denunciarlos, negarse a jugar con sus reglas, ejercer el derecho de elección. Y muchas más. O, por el contrario, esperar amodorrados que sus acciones nos afecten y que entonces sea tarde.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Cuando la transgresión es ley

Por Sergio Sinay

Una sociedad que protege a los transgresores crea las condiciones para vivir bajo una única ley: la de la selva. Así estamos.




     Si la transgresión se naturaliza y se convierte en ley, la justicia como institución se pone a su servicio. Es decir, deja de velar por el cumplimiento de las leyes, normas y reglas de convivencia, se despreocupa por la vigencia de la equidad, protege al transgresor y deja librada a su suerte a la víctima de aquel. “Antes de la existencia de la ley no hay transgresión”, decía Thomas Hobbes (1588-1679), el filósofo inglés que con su extraordinario Leviatán, sentó las bases del pensamiento político occidental. Esto significa que desactivar y desbaratar la ley nos devuelve a un estado tribal, en el que se impone el más fuerte, el más astuto, el más tramposo, el más egoísta, el menos cooperativo, el menos empático, el menos compasivo.
      En la Argentina esa hipótesis se ha ido convirtiendo en una realidad cercana y palpable. Se queman urnas y se pide, desde la cima del poder, que se respete esa quema como “voluntad popular”. Un presidente violó todas las reglas de tránsito (y muchas más en todos los órdenes) conduciendo una Ferrari a velocidades prohibidas hacia Pinamar y el hecho fue festejado por la mayoría de la sociedad. Un gol con la mano se conmemora mucho más que otro tanto (en el mismo partido y a cargo del mismo jugador) que fue una obra de arte futbolística. Y su autor, transgresor serial y generador inagotable de actos irresponsables, es una figura de culto. Cualquier transgresor, en cualquier ámbito (política, deporte, farándula, música, conducta en la calle, etcétera) encuentra inmediatamente defensores capaces de promover piquetes, firmar solicitadas, engrosar raitings televisivos, escrachar a las víctimas o a quienes pudieran sancionarlo, todo en nombre de confusas concepciones de libertades y derechos creados al paso y caprichosamente. A la transgresión se la suele defender con prepotencia y hasta con violencia.
      Cuando la transgresión se naturaliza y se convierte en ley, no hay ley. Sin ley no hay justicia. Sin justicia no hay convivencia posible. Sin convivencia no hay futuro. Todo lo consume un presente en el que urge desenfundar y disparar primero para no ser víctima de un transgresor más rápido y despierto. Cuando la transgresión es la norma bajo la cual se vive, todo se puede.
     El sábado pasado el futbolista Carlos Tévez quebró la tibia y el peroné de un adversario (Ezequiel Ham) durante el partido entre Boca y Argentinos Juniors. La acción fue bastante más que “imprudente” (como rápidamente la calificó la corporación periodística que salió en defensa del victimario). Fue, evitable, irresponsable y nada inocente. Quien jugó al fútbol puede decirlo. Y quien juega profesionalmente debería hacerlo. Tevez no recibió ninguna sanción en ese momento (el juez miró hacia otro lado ante la trasgresión de la ley deportiva), mientras el relator de la televisión defendía, sin el menor rubor, al victimario con la impresentable excusa de que se le había “enganchado la media”. La transgresión estaba doblemente validada.
     Tevez jugó en las grandes ligas europeas, jugó y juega en la selección argentina en torneos internacionales. ¿Por qué no protagonizó nunca un episodio como este en aquellos escenarios y sí en la Argentina a pocos meses de haber regresado? Porque aquí puede y allá no. Como pueden tantos de sus colegas que, cada vez más, apelan a codazos, planchazos, patadas, fingimientos y demás transgresiones (cada día más brutales) que no reciben sanción ni adentro ni afuera de la cancha, pero que son aceptadas, celebradas y estimuladas. Son lo normal. Desplazaron a la ley, tomaron su lugar. Y si Tevez fuera     sancionado “de oficio” eso se considerará, muy posiblemente, una “injusticia”.
     ¿Por qué se queman urnas y se pide que se acepte el resultado eleccionario como normal? Porque se puede. ¿Por qué un vicepresidente sospechoso de delitos  sigue en ejercicio y representa al país en eventos en el extranjero? Porque se puede. ¿Por qué se pierden vidas de a miles en las rutas debido a maniobras prohibidas, consumo de alcohol y velocidades no permitidas? Porque se puede. ¿Por qué el narcotráfico se extiende como una mancha mortal sobre el país? Porque se puede. Y se puede porque una masa crítica de la sociedad ha pactado vivir así. Aunque eso acorte y empeore la vida de todos y cada uno.