jueves, 26 de junio de 2025

 

La salida equivocada

por OSVALDO AGUIRRE

(Publicado en La Agenda BA el 24-6-25)

 En Un cana, la nueva novela de Sergio Sinay, confrontan dos policías, uno que cuenta su historia y otro que escucha a la espera de saber cuál es su papel.


  Sergio Sinay saca a pasear a su otro yo. Así dice Javier Sinay en el prólogo de Un cana, refiriéndose al contraste entre el autor de esta novela “acelerada, desafiante y por momentos cruel”, cargada de realismo sucio, y el de una obra quizá más reconocida que reflexiona con tono diáfano sobre las relaciones de pareja, la psicología del varón, los lazos entre padres e hijos y otros aspectos de los vínculos entre las personas. Pero se trata del mismo escritor, y los temas no son tan distintos.

  La primera pregunta es a quién refiere el título, porque en Un cana confrontan dos policías, uno que cuenta su historia y otro que escucha a la espera de saber cuál es su papel. Ambos se encuentran en una pizzería de Estados Unidos y Defensa y al cabo de varias horas Martín Lastra, un policía en actividad, cuenta sus aventuras extramatrimoniales y sus planes para el futuro inmediato ante Joaquín Barraza, un inspector retirado. El narrador deja el asunto librado al juicio del lector, y la incógnita es productiva: puede pensarse, por ejemplo, que los personajes son dos caras de la misma criatura, como Jano, el dios romano.

  No es que uno sea el policía bueno y el otro el policía malo. Lastra y Barraza están atravesados por igual por prácticas irregulares y por la corrupción institucional, y ninguno tiene las manos limpias en cuanto al ejercicio de la violencia. Las diferencias tienen que ver con la edad, con las características personales y sobre todo con la forma en que resuelven o intentan resolver sus trayectorias de vida. Hijo de un policía de honestidad inmaculada, Lastra está sumergido en la corrupción y lleva una doble vida que se volvió insostenible; la carrera y el matrimonio de Barraza terminaron después de salir herido de un tiroteo con asaltantes, cuando cenaba con una amante.

  Sinay (1947) escribe novela negra desde Ni un dólar partido por la mitad (1975, reeditada en 2011). Un cana, publicada por la editorial Hugo Benjamín, viene a continuación de Noruega te mata (2014), otra novela que a primera vista parece muy diferente: la acción está ambientada en un pueblo bonaerense y el protagonista es el hijo de un inmigrante irlandés en busca de una salida para sus fracasos en la vida. Sin embargo, los hilos conductores son los mismos y no solo en cuanto al estilo descarnado y el lenguaje sucio. La relación conflictiva entre un padre y su hijo, los vínculos malsanos de pareja, la violencia apenas solapada en las relaciones sociales y en las creencias de las personas persisten como temas de indagación.

  Noruega aparece en esa novela como un lugar ideal para vivir, “un país previsible” donde “la gente no hace ruido, deja vivir al semejante, no se mete con nadie”. Jimmy Flaherty, el personaje, sueña con alcanzar ese paraíso y concibe un plan al efecto, la simulación de un secuestro. Cada paso ha sido cuidadosamente previsto, pero ningún plan puede abolir el azar. En las novelas de Sinay sucede rigurosamente lo inesperado, y es el caso de Un cana y las aspiraciones de Lastra, que el personaje sintetiza de forma muy simple y como Flaherty: el deseo es “irse a la mierda”, perderse de vista, comenzar de cero.

  La lección de Un cana no sería que ciertas situaciones opresivas no tienen escapatoria, o que terminan inevitablemente mal, sino que tomar la salida equivocada provoca consecuencias irreparables. La cuestión parece afirmarse con mayor densidad que en Noruega te mata, donde el fracaso de Flaherty queda rubricado cuando el vecino que ponía fichas en sus sueños llega a Oslo en compañía de su propia mujer. Barraza se contrapone en cambio a Lastra en un sentido más profundo: él también pudo desmoronarse después del hecho que le costó la carrera y el matrimonio, pero siguió adelante porque encontró la manera de tramitar una concepción personal de la justicia.

  Barraza tiene una oficina en el Palacio Barolo, donde contempla los atardeceres, se dedica a leer y recibe encargos para actuar de oficio. Es un auxiliar sui generis de la Justicia, porque “pone orden en casos donde la ley no llega y los jueces miran para otro lado”, según el narrador. Justiciero discreto, pasa desapercibido, sus intervenciones quedan convenientemente borradas por las historias oficiales –por ejemplo cuando ejecuta a un comisario que golpea a la mujer y abusa de una hija- y cultiva una sabiduría estoica. Barraza no cree que se pueda alcanzar la felicidad en la vida y piensa que en todo caso es posible limitar el sufrimiento; en particular aprendió a reprimir la violencia que la institución policial inocula a sus integrantes, a trocarla en lo que llama “rabia inteligente”. Hincha de Ferro, está desencantado con el fútbol pero no por el equipo sino por los árbitros, a los que observa tan comprados como los jueces de los tribunales.

  Una novela policial suele imponerse por su argumento. Las tramas hacen menos visible el trabajo del escritor con el lenguaje y la forma narrativa. Sinay cultiva un registro verbal que es notorio, pero también otros aspectos igualmente logrados y menos perceptibles. La situación ambientada en una pizzería de San Telmo representa también el acto de cómo se narra y cómo se escucha una historia, y en ese marco Un cana recorta perfiles nítidos de los personajes: uno que habla en voz baja, inclinándose como en un confesionario, alerta ante los oídos extraños, y otro que ya se resignó a que le toca escuchar a los demás.

  El ritmo de la narración aparece además tensionado entre la conversación que sostienen los protagonistas mientras toman cerveza y comen pizza y fainá y las digresiones hacia el pasado y los pensamientos de Barraza, contenidas una y otra vez con una frase repetida como un mantra: “esta historia no trata de Barraza”. Y sin embargo es el verdadero protagonista de la novela, el que se hace cargo del problema que se presenta.

  Los diálogos en Un cana, en particular los comentarios de Lastra sobre las mujeres y el sexo, sobre su carencia de culpa y de miedo como “cosas de maricas”, no son simplemente incorrectos. Los conflictos se resuelven con ensañamiento en el castigo, con crueldad, como apunta Javier Sinay en el prólogo. El volumen está al máximo, y la desmesura es otro plano artístico, el del registro de la violencia en las palabras y en los modos de decir.

  En un instante de lucidez Lastra comprende que se hizo policía para que su padre lo reconociera. Ese drama íntimo parece más determinante para su historia que la corrupción con la que convive como policía y está presente en la conversación en la pizzería, porque lo que espera de su interlocutor es también el perdón que el padre no podría darle. Barraza, por su parte, “sospecha que está siendo depositario de algo que el tipo tiene que desembuchar para no morir intoxicado, y que no le cuenta a nadie”. Un cana reencuentra finalmente aquello que el otro yo de Sergio Sinay investiga con otro estilo, en otros géneros, y le da una resolución distinta.

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Osvaldo Aguirre

Es periodista, poeta y e scritor. Trabajó en la sección Cultura del diario La Capital de Rosario.

miércoles, 25 de junio de 2025

 

Tiempo difícil para 

lvirtud más humilde


Por Sergio Sinay



 


 

Juezas que se autoperciben como emisarias de la justicia divina y titulan con esas palabras (Justicia Divina) una nonata miniserie sobre sí mismas. Presidentes que se autoproclaman refundadores de la historia nacional (o universal) protegidos por imaginarias fuerzas celestiales. Figuras deportivas o del espectáculo e influencers que sin pudor hacen alarde de sus posesiones materiales. Redes sociales convertidas en vidrieras en las que, mediante selfies y trucos de inteligencia artificial, millones de personas se exhiben como productos codiciables en el afán de sentirse vivos. Por donde se mire no son buenos tiempos para la humildad. El egocentrismo y el narcisismo, convertidos en epidemias en plena era del vacío, la han arrinconado. El egocentrismo dificulta la posibilidad de considerar al otro, de ver las cosas desde una perspectiva que no sea la propia, estimada como verdadera y única. Jean Cole Wright, doctorada en psicología moral y catedrática en el Charleston College (una de las más antiguas instituciones educativas estadounidenses) lideró un equipo que estudió durante más de diez años las funciones de la humildad. “No pensé que fuéramos a llegar a mucho”, confiesa en un ensayo titulado La humildad como base de una vida virtuosa. “Me parecía una virtud poco interesante, si es que era una virtud”. Finalmente llegó a la conclusión de que es un correctivo del egocentrismo, y que permite estados «hipoyoicos», en los que se aquieta el yo. Se reduce la hiperfocalización en uno mismo, lo que permite desplazar más la atención hacia el exterior y contemplar otras ideas, otros sentimientos, la existencia de otras personas.

La humildad es una virtud tan humilde que quien se jactara de poseerla estaría demostrando, en ese mismo instante, que no la tiene, como bien apunta el filósofo francés André Comte-Sponville en El pequeño tratado de las grandes virtudes. “Es la virtud de la persona que sabe no ser Dios”, define. Algo al parecer muy difícil en los tiempos que corren. Es que para ser experimentada la humildad requiere la certeza de vivir una vida propia, autónoma, una vida elegida, que no necesita de la alabanza o la aprobación ajena para ser real. Una vida que no es perfecta, que quizás no alcanza los ideales soñados, pero que no resigna, no canjea, no pervierte valores y permite dormir en paz. Es una virtud difícil de sostener en una cultura que valora sobre todo el poder, el éxito material y económico, la figuración por cualquier motivo y a cualquier precio, el halago fácil. Una cultura donde todos esos “logros”, reales o ficticios, deben ser exhibidos, y en la cual muy fácilmente humildad puede confundirse con debilidad, timidez o miedo. Y es al revés: ejercer la humildad en ese contexto requiere fortaleza y coraje espiritual, atributos necesarios para que tampoco se la confunda con humillación. Humillarse es postrarse ante alguien, someterse a él con obsecuencia, temor o impotencia. Por lo contrario, la humildad suele ser una forma de resistencia moral ante un poder arbitrario. Y mientras la voracidad y la urgencia del egocentrismo y del narcisismo apenas pueden ocultar la inseguridad y el complejo de inferioridad de quienes los muestran, la humildad discurre por los caminos de la paciencia y la certeza.

En tanto la arrogancia y la soberbia, otros de sus opuestos, terminan por ser sinónimos de ignorancia, la humildad es el ropaje emocional de quienes no pretenden saber todo, poder todo y poder con todo. No suele ser devorada por el tiempo ni por las circunstancias, permanece en él y a través de ellas. La humildad, dice Comte-Sponville, es la virtud de saberse uno mismo, solo eso, no menos que eso. Reconocimiento de lo que no somos. Lo que requiere, en principio, peguntarse quién es uno. Para no caer en lo que sabiamente advertían Les Luthiers: “Lograrás una humildad que te llenará de orgullo y de soberbia…”.