domingo, 22 de septiembre de 2024

 

La gran lección de las 

células


Por Sergio Sinay

(Publicado en el Suplemento Conversaciones del diario La Nación el 22/11/24)




El biólogo celular Bruce H. Lipton

 

 

El secreto de la supervivencia está en la cooperación y no en la lucha. Bruce H. Lipton llegó a este convencimiento y desde hace cuarenta años paga por ello un precio del que no se arrepiente. El establishment científico consideró esta idea como una herejía y Lipton fue desterrado al campo de la pseudociencia. Un costo alto para quien había alcanzado un máximo lugar en el podio de la biología. Nacido en 1944 en Mt. Kisco, Nueva York, Lipton era una estrella de la investigación sobre células y enseñaba en prestigiosas facultades de medicina, tanto en la Universidad de Wisconsin como en Stanford, cuando lo sorprendió la crisis de la mediana edad. Se rompió su matrimonio y lo arrasaron dudas acerca de los dogmas predominantes en su profesión: por un lado la creencia darwiniana de que en la vida sobreviven los más fuertes (o los que mejor se adaptan) y por otro el credo de que nuestro destino está determinado por la carga genética que recibimos.

Renunció a sus cargos y se refugió en la isla caribeña de Montserrat, en cuya escuela de medicina se inscribían quienes no eran admitidos en las grandes universidades estadounidenses, y mientras revisaba y cuestionaba los principios de la biología oficial, inyectaba en sus alumnos desclasados una confianza y una capacidad de abrir nuevas vías de investigación de las que él mismo bebió. Retomó ideas de otro despreciado por la ciencia oficial, el francés Jean Baptiste Lamarck, padre de la biología, que en 1802 había sostenido una tesis opuesta a la que Darwin impondría medio siglo más tarde. Los organismos vivos aprenden de su entorno, decía Lamarck, desarrollan recursos para prosperar y trasmiten ese aprendizaje a las generaciones futuras. Así funciona la vida. Lipton sospechó entonces que los seres vivos no estamos manejados como títeres por la información genética que recibimos, sino que esa base puede transformarse a partir de la interacción con el entorno. Esta visión y sus trabajos como biólogo molecular le permitieron conocer como pocos la vida y el funcionamiento de las células, incorporó la física cuántica a la investigación, determinó el papel esencial de la energía en la conformación de la vida y llegó a una de sus teorías fundamentales: ningún ser vivo (humanos, animales, plantas) es un individuo homogéneo y aislado. Todos somos una asociación de células que se organizan y cooperan con un fin: mantener e impulsar la vida. Es la colaboración, entonces, y no la confrontación el fundamento de la existencia. La gran lección de las células.

Tal teoría es una auténtica herejía en una cultura, como la que nos atraviesa, en la que se fomenta la competencia, el éxito individual, imponerse a los otros antes que colaborar con ellos. Y en donde la manipulación genética es acaso el más peligroso y menos denunciado de los peligros que amenazan a todas las especies del planeta, incluida la humana. En su libro La biología de la creencia (que enriqueció en sucesivas ediciones) Lipton transmite sus descubrimientos con notable claridad y celebra la reivindicación de Lamarck, simultánea al fuerte desarrollo actual de la epigenética, disciplina que estudia el modo en que el medio ambiente y el entorno influyen en el ADN y en lo genético. A su manera Lipton se une a Carl Jung en la idea de un inconsciente colectivo que dota a cada especie de herramientas no solo para vivir sino para autodeterminarse y legar historia y recursos a las siguientes generaciones. “Hace 40 años, mis colegas me tildaron de loco”, recuerda Lipton. “Hoy en sus clases enseñan lo que yo descubrí. De todos modos, lo mejor que pude hacer fue salir de aquella comunidad científica”. Es la historia de tantos “locos”: abrir horizontes contraculturales, mostrar que hay caminos que van por fuera de intereses científicos, económicos o políticos predominantes. En este caso poner la ciencia al servicio de la cooperación en un tiempo de confrontación.