La gran lección de las
células
Por Sergio Sinay
(Publicado
en el Suplemento Conversaciones del diario La Nación el 22/11/24)
El biólogo celular Bruce H. Lipton
El
secreto de la supervivencia está en la cooperación y no en la lucha. Bruce H.
Lipton llegó a este convencimiento y desde hace cuarenta años paga por ello un
precio del que no se arrepiente. El establishment científico consideró
esta idea como una herejía y Lipton fue desterrado al campo de la
pseudociencia. Un costo alto para quien había alcanzado un máximo lugar en el
podio de la biología. Nacido en 1944 en Mt. Kisco, Nueva York, Lipton era una
estrella de la investigación sobre células y enseñaba en prestigiosas
facultades de medicina, tanto en la Universidad de Wisconsin como en Stanford,
cuando lo sorprendió la crisis de la mediana edad. Se rompió su matrimonio y lo
arrasaron dudas acerca de los dogmas predominantes en su profesión: por un lado
la creencia darwiniana de que en la vida sobreviven los más fuertes (o los que
mejor se adaptan) y por otro el credo de que nuestro destino está determinado
por la carga genética que recibimos.
Renunció
a sus cargos y se refugió en la isla caribeña de Montserrat, en cuya escuela de
medicina se inscribían quienes no eran admitidos en las grandes universidades
estadounidenses, y mientras revisaba y cuestionaba los principios de la
biología oficial, inyectaba en sus alumnos desclasados una confianza y una
capacidad de abrir nuevas vías de investigación de las que él mismo bebió.
Retomó ideas de otro despreciado por la ciencia oficial, el francés Jean
Baptiste Lamarck, padre de la biología, que en 1802 había sostenido una tesis
opuesta a la que Darwin impondría medio siglo más tarde. Los organismos vivos
aprenden de su entorno, decía Lamarck, desarrollan recursos para prosperar y
trasmiten ese aprendizaje a las generaciones futuras. Así funciona la vida. Lipton
sospechó entonces que los seres vivos no estamos manejados como títeres por la
información genética que recibimos, sino que esa base puede transformarse a
partir de la interacción con el entorno. Esta visión y sus trabajos como
biólogo molecular le permitieron conocer como pocos la vida y el funcionamiento
de las células, incorporó la física cuántica a la investigación, determinó el
papel esencial de la energía en la conformación de la vida y llegó a una de sus
teorías fundamentales: ningún ser vivo (humanos, animales, plantas) es un
individuo homogéneo y aislado. Todos somos una asociación de células que se
organizan y cooperan con un fin: mantener e impulsar la vida. Es la colaboración,
entonces, y no la confrontación el fundamento de la existencia. La gran lección
de las células.
Tal
teoría es una auténtica herejía en una cultura, como la que nos atraviesa, en
la que se fomenta la competencia, el éxito individual, imponerse a los otros
antes que colaborar con ellos. Y en donde la manipulación genética es acaso el
más peligroso y menos denunciado de los peligros que amenazan a todas las
especies del planeta, incluida la humana. En su libro La biología de la
creencia (que enriqueció en sucesivas ediciones) Lipton transmite sus
descubrimientos con notable claridad y celebra la reivindicación de Lamarck, simultánea
al fuerte desarrollo actual de la epigenética, disciplina que estudia el modo
en que el medio ambiente y el entorno influyen en el ADN y en lo genético. A su
manera Lipton se une a Carl Jung en la idea de un inconsciente colectivo que
dota a cada especie de herramientas no solo para vivir sino para
autodeterminarse y legar historia y recursos a las siguientes generaciones. “Hace
40 años, mis colegas me tildaron de loco”, recuerda Lipton. “Hoy en sus clases
enseñan lo que yo descubrí. De todos modos, lo mejor que pude hacer fue salir
de aquella comunidad científica”. Es la historia de tantos “locos”: abrir
horizontes contraculturales, mostrar que hay caminos que van por fuera de
intereses científicos, económicos o políticos predominantes. En este caso poner
la ciencia al servicio de la cooperación en un tiempo de confrontación.