viernes, 28 de octubre de 2016

A las armas las carga el hombre

Por Sergio Sinay

Cuando una sociedad vive sin límites, olvida el ejercicio de los valores y accede a la mano propia como método de justicia, se convierte en un ámbito de muertes anunciadas



Alguien puede matar a una persona con un martillo. Pero los martillos no están hechos para matar sino para trabajar y construir. Son herramientas. Las armas, en cambio, están hechas para matar. Pura y exclusivamente para eso.  Vale para todas las armas, incluidas las de caza, porque el cazador toma vidas, mata. De manera que donde hay un arma, la muerte ronda. No puede sorprender su presencia. Un arma cargada no solo contiene balas, contiene muerte potencial.
Raymond Chandler (1888-1959), uno de los padres fundadores de la novela negra, creador del detective Philip Marlowe y de obras maestras como El largo adiós, El sueño eterno o Adiós Muñeca, además de otras, señalaba que si un escritor pone un arma en el primer capítulo de su novela está obligado a hacer que ese arma se dispare en algún momento, así sea en la última línea. Por ello, aconsejaba, hay que pensarlo bien antes de incorporar ese instrumento mortuorio. El consejo de Chandler vale para la vida cotidiana.
En silencio, careteando (como en tantas cosas), simulando pacifismo, la sociedad argentina, por derecha y por izquierda, se ha convertido en una sociedad armada. La ONG Red Argentina para el Desarme calculó que hay un arma, legal o ilegal, cada diez habitantes. Y un informe del Ministerio de Salud de la Nación daba cuenta, a fines de 2015, de que cada día mueren ocho personas en el país por causa de armas de fuego.
En la presente semana un chico de 13 años mató a uno de los cuatro ladrones que ingresaron a su casa y amenazaban a su madre y a su hermano menor. Lo hizo con una pistola de su padre. Una de las tres armas que este dijo tener. También dijo el hombre que cuando va al polígono lleva a su hijo con él. Las variadas reflexiones, especulaciones y declaraciones que espasmódicamente, como es costumbre, se esparcieron alrededor de este episodio se centraron en la sorpresa, el espanto, el estupor y otras reacciones emocionales, pero olvidaron subrayar que el chico se criaba en un ámbito donde la posibilidad de la tragedia estaba implícita. El arma ya estaba en la casa, y a partir de ahí basta con recordar a Chandler.
El caldo en que se cultivan estas tragedias es alimentado, sin duda, por un Estado que (a través de sucesivos gobiernos) se desentendió de sus responsabilidades indelegables en materia de seguridad y justicia (también de salud, educación y demás, pero no viene a este caso). Al convertirse en una enorme caja de recaudación y manipulación para corruptos económicos y morales disfrazados de gobernantes y funcionarios, dejó a la sociedad librada a su propio albedrío. Pero también colabora, y mucho, un entramado social en el que los límites se relajaron hasta desaparecer, los valores son palabras huecas y no un ejercicio diario, los deberes no cuentan, los deseos se proclaman como derechos y cada quien ejecuta su propio código de justicia. Una sociedad en la que sobrevive el más fuerte, el más rápido, el mejor armado.
Escrito hoy, este comentario tendrá vigencia mañana y pasado también. Porque así como la sociedad argentina dice horrorizarse del espantoso episodio con el que se desayuna cada día (para felicidad de tantos medios de comunicación que viven del morbo como los vampiros viven de la sangre), también muestra una enorme capacidad de olvido instantáneo. Hasta el próximo disparo. Que, desgraciadamente, está por sonar.

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