El
hombre que no dejó huérfanos
(Del libro La sociedad de los hijos huérfanos)
por Sergio Sinay
Cuando lo conocí, él tenía 37 años y yo 16. En realidad lo vi y supe
de él varios años antes, pero fue entonces (a mis 16, a sus 37) cuando entró en
mi vida. Era un tipo sólido, ni gordo ni excesivamente robusto. Lucía una calva
resplandeciente, rodeada de un cabello oscuro cortado y ordenado con cuidado.
Sus cejas eran gruesas y oscuras, como su bigote. Tenía una mirada que tanto
podía ser inquieta, como curiosa, desafiante o acariciadora. Sus ojos estaban
vivos y luminosos, como él. Su voz era clara, fresca, varonil. Hacía mucho bien
escucharla. Nunca llegaba inadvertido. Su presencia era precedida por un
silbido armónico o por el canturreo de algún aria de ópera o de alguna canzonetta. Entonces aparecía él.
Caminaba erguido, con un andar levemente chaplinesco.
Yo cursaba el bachillerato en el Colegio Nacional Absalón Rojas, de
Santiago del Estero (colegio inmortal, como rezaba el himno que cantábamos con
enjundia). El hombre que describo era nuestro profesor de Italiano y de Educación
Física. Lo fue en cuarto y en quinto año. Nacido como José Presti, para
nosotros era, simplemente El Pelado
Presti. O, mejor, El Pelado. Cuando
llegaba al aula, mandaba a cerrar la puerta y los postigos de las ventanas que
daban a la galería y al patio central del Colegio (una suerte de hermosa plaza
con sus bancos y canteros). Así evitaba miradas indiscretas, sobre todo las de
la rectora, el vicerrector u otros. Entonces solía abrir un enorme portafolios
que lo acompañaba y extraía de allí libros como un mago saca palomas de una
galera encantada. Los libros surgían vivos y palpitantes, impregnados de la
energía que el Pelado les había transmitido al leerlos y explorarlos. Traía
marcadas páginas y párrafos. Empezaba a repartirlos, luego nos sentábamos en
círculo, sobe los pupitres, y el Pelado decía: “A ver, Meneco, leé eso que
tienes ahí”, “Ruli, seguí vos”; “Morro, leénos lo tuyo”. Leíamos en voz alta
textos tan variados como la vida. Educación sexual (¡en 1963 y 1964!), cuentos
de Jack London, reflexiones espirituales, un poema. Discutíamos, contábamos lo
que sentíamos o pensábamos sobre esos textos. El Pelado estimulaba la
conversación con brío, con entusiasmo, con picardía, con comentarios lúcidos.
No era todo. El Pelado sabía exactamente qué le pasaba a cada uno de
nosotros. Sabía de los amores y desamores, de las esperanzas y desencantos, de
las dificultades más íntimas y de los logros más preciados de cada uno de esa
treintena de muchachos en preparación para la vida. Y nos preguntaba, y nos escuchaba,
y nos ayudaba a pensar y, si lo pedíamos, nos aconsejaba, y nos acompañaba.
Nadie se hacía la rata en sus clases. Y nunca un grupo de estudiantes de
secundaria debe de haber acudido con tanta urgencia entusiasmo a la hora de Educación Física. Porque
allí, a la tarde, vestidos de fajina, la seguíamos. Para el Pelado Presti cada
uno de nosotros era un ser único, nos diferenciaba y nos hacía sentir distintos,
nos remitía a nuestra originalidad esencial Fuimos saludable y gozosamente
discriminados. Tenía tiempo, oídos, ojos, mente y corazón para cada uno. Y
actuábamos como cachorros que seguían confiados y jubilosos a ese magnifico
ejemplar de macho alfa. Y además aprendimos italiano (porque bien que lo
aprendimos) y, en Educación Física, dejamos los bofes tras agotadoras carreras,
flexiones, sesiones de barra y cajón. Porque el Pelado cumplía sobradamente con
los programas y nosotros no chistábamos. Y era nuestro referente, nuestro guía
en las zonas oscuras, nuestro proveedor de valores y el celoso guardián de
nuestras confesiones más íntimas.
Hoy me parece increíble que ese tipo tuviera apenas 37 años cuando
hacía todo aquello (y lo hacía año tras año, con cada nueva camada y lo había
hecho antes, siendo aún más joven, y lo siguió haciendo después por muchos años
y no abandonó la actitud ni aún jubilado). Tan sólo 37 años. La edad en la que
hoy tantos andan enredados, sin rumbo y sin un propósito, en los balbuceos de
una adolescencia eterna, interminable, patética.
José Presti (Pepe, El
Pelado) nació el 18 de agosto de 1926, en Santiago del Estero. Hacía apenas
tres meses que sus padres habían llegado de Italia, desde un pequeño pueblo cercano
a Sicilia llamado Pettineo. Venían, como tantos, a dar una dura batalla por la
supervivencia. A esta altura de los hechos sólo Dios sabe, dado que ya no
quedan otros testigos, por qué fueron a parar a Santiago del Estero, un lugar
tan lejano y tan diferente, para iniciar una aventura tan incierta y tan
hostil. La misma pregunta cabe para mis abuelos maternos, que venían de la
helada Lanowce (en lo que alternativamente fue Polonia y Rusia) y aparecieron en
tierras santiagueñas. “¿Qué es esto, África?”, dicen que preguntaba
repetidamente mi abuelo Manuel, mientras apenas podía respirar y trataba
inútilmente de secarse el sudor en aquellos primeros tiempos de su inmigración.
Lo cierto es que José Presti nació en Santiago el 18 de agosto de
1926. Compartimos el signo astrológico. Él es un leonino de los mejores, generoso,
noble, capaz de iluminar su entorno con una luz que permita resaltar los más
bellos colores y todos los volúmenes de cada cosa, cada paisaje y cada persona.
Un rey empático, de veras preocupado por cada uno de quienes lo rodean, un
hombre merecidamente orgulloso de sus propios esfuerzos y de sus logros, una
fuente de calor fecundante. Su padre, apenas desembarcados, sin hablar una
palabra de castellano y con una mínima instrucción, se inició en lo que pudo.
Fue vendedor de vino a domicilio. Pepe tuvo, según cree recordar, catorce
hermanos. No conoció a todos y sólo sobrevivieron seis. Su madre, una
analfabeta sacrificada, amorosa y tenaz, le contó cómo, a lo largo de la
Primera Guerra, los hermanos que él no conoció murieron de paludismo, de
malaria, murieron, en fin, como tanta gente pobre moría entonces, como tantos
excluidos, postergados, olvidados y desvalorizados siguen muriendo hoy:
fácilmente, sin oportunidad de defenderse, víctimas de lo evitable. Y ni bien
empezó a caminar, Pepe marchaba junto a su padre, ayudándolo en la tarea. Iba
descalzo, curtiendo dolorosamente las
plantas de sus pequeños pies sobre la parrilla de esas calles calcinadas por un
sol de veras infernal.
“No recuerdo haber tenido infancia”, me confiesa ahora, adultos los
dos, mientras nos recuperamos, mientras yo, sobre todo, lo recupero a él. Se
hizo cargo de criar a sus hermanos, aun cuando él era el menor de todos, de los
sobrevivientes, especialmente de sus dos hermanas solteras, a las que, con sus
magros ingresos, les costeó la carrera docente. El les buscó escuelas, les sacó
los documentos de identidad. ¿Qué sabían sus padres de eso? Héroes silenciosos
y empecinados, bastante hacían con garantizar la supervivencia de todos los que
quedaban en pie. Eso fue la infancia de Pepe: trabajar, ayudar a criar
hermanos, estudiar. Estudiar empeñosa y tozudamente, como un náufrago que,
azotado por el viento y revolcado por las olas furiosas, sabe que aferrarse a
ese madero significa la única oportunidad. Quizás es una historia como cientos.
Y, sin embargo, como esos cientos de historias, es única, es intransferible y,
para que el mundo exista, es absolutamente imprescindible.
Terminó la escuela primaria en 1940 y estaba dispuesto a continuar.
¿Qué elegir, entonces? “No eran buenas épocas para mi familia”, dice mientras
sus ojos miran un punto lejano en el horizonte, un punto en el que yo acaso no
descubriré nada pero en el cual él ve imágenes de su vida. “Entré en la escuela
normal, me recibiría de maestro y eso sería una salida laboral. El magisterio,
en aquel momento y en aquel lugar, era lo más apetecible para un desafortunado
como yo”. Cuando llegó a tercer año, se encontró con una disposición del
ministro de Educación (“El doctor Jorge Coll, debe haber sido el mejor que hubo
desde entonces a hoy”). Faltaban profesores de Educación Física en el país, de
manera que los alumnos de tercer año del magisterio que tuvieran siete puntos
de promedio general, buena salud y algunos otros requisitos, podrían continuar
con el cuarto año en la Escuela Normal de San Fernando, Buenos Aires, y,
sucesivamente, iniciarse en el Instituto de Educación Física de esa localidad,
una institución modelo. Pepe tomó esa opción.
No fue fácil, recuerda. Educación Física era considerada una materia
inútil y esa era la herramienta con la que ese muchacho de 18 años iba a contar
para iniciar su camino de independencia en la vida. “Sin embargo, en el
Instituto recibí una formación extraordinaria y desde ahí nacen mis
inclinaciones a actuar como actuaba ya en el ejercicio de la profesión”,
recuerda ahora. Le creo, pero hay algo que no dice. Sin duda, por lo que
cuenta, la formación que recibió debió de ser magnífica. Pero hay mucho, acaso
lo esencial, que es suyo, que viene de su sensibilidad, de su espíritu, de su
consciencia.
Viví en Santiago mi infancia y mi adolescencia. Apenas terminé el
secundario me mudé, solo, a Buenos Aires para estudiar y empezar a buscar y
construir mi destino. Desde ese momento, no volví a ver a Pepe Presti ni a
saber de él. Nunca lo olvidé, había aprendido mucho con él, había aprendido
cosas esenciales. A mí y a mis compañeros Pepe nos enseñó que éramos valiosos,
que éramos personas, que merecíamos tiempo de parte de un adulto, que para ese adulto era importante orientarnos
(y, por lo tanto, valorábamos y agradecíamos la orientación, como el tiempo, la
mirada y la escucha). Pepe nos transmitió valores y lo hizo a través de su
conducta, de sus actos y gestos. Era una enseñanza homogénea, activa, sólida,
nutricia. Pepe se ocupaba de nosotros, con nosotros, y lo hacía simplemente
porque éramos nosotros, porque le importábamos y no porque lo ordenaran la
currícula, el protocolo, el ministro (que nunca dice estas cosas) o porque lo
pidieran nuestros padres. Nuestra simple existencia nos hacía importantes para
él. Lo que yo aprendí con Pepe se me pegó a la piel, se hizo parte de mí, me
constituyó como persona. Al lado de un adulto como Pepe Presti, el querido
Pelado, ningún chico puede ser ni sentirse huérfano.
Hablé cientos de veces de Pepe. Con mi mujer, con amigos, lo nombré
en diferentes lugares, ante diferentes auditorios. Durante años, cada vez que
padres o docentes me preguntaban cómo educar, cómo criar, cómo acompañar, como
orientar a los chicos en un mundo y una época tan difíciles como los que
vivimos, cada vez que me preguntaron sobre cómo educar con valores, conté mi
experiencia como alumno de Pepe Presti. Conté cómo lo hacía él. Transmití lo
que nos pasaba a nosotros, sus alumnos, sus hijos adoptivos. Y una y otra vez
dije: “No lo vi más desde mis 17 años, pero lo suyo quedó en mí para siempre, es
lo más importante que aprendí en el Colegio. No sé qué habrá sido de él, sólo
sé que, en lo que a mí respecta, cumplió su misión”.
Esto mismo repetí a fines de marzo de 2007 mientras me entrevistaban
en el programa Los Notables, en la
radio LT8, de Rosario, a dónde me invitó su productor general Oscar Secini.
Faltaban tres minutos para que terminara el programa cuando pusieron a alguien
al aire. “¿Quién llama?”, preguntó el conductor. “José Presti”, dijo una voz
inconfundible desde el otro lado. Hacía cuarenta y dos años que no escuchaba
esa voz. Enmudecí. Se paralizó mi corazón. Sólo alcancé a balbucear:
“Pelado…¿sos vos?”.Cuando me dijo que sí, comencé a llorar y ya no pude hablar.
Era él. Estaba en Santiago, no en Rosario como creí. En apenas cinco
o seis minutos Secini había logrado tender redes informáticas y localizarlo y,
hombre generoso, misterioso ángel de la comunicación, nos había puesto en
contacto. En ese momento, desbordado por la emoción y el llanto, no pude
decirle mucho más que “Gracias, Pelado”. Pero pocas semanas después llegué a
Santiago y le di un abrazo que él correspondió como siempre: con fuerza, con
amor, con calidez, con presencia. En los días que siguieron me di un verdadero
festín de Pepe Presti auténtico, genuino e inconfundible. Lo encontré vital,
lúcido, cuestionador de las estupideces y perversiones de los modelos sociales
vigentes, visionario, lleno de ímpetu, de conocimientos, de iniciativas, de
ideas y de amor. Anda en bicicleta, pasea en bermudas por las calles
santiagueñas, su calva es la de siempre, su bigote también, sólo que ahora es
blanco, como el pelo que rodea a la pelada, y lo acompaña una barbita candado,
también blanca. Camina a buen ritmo, y me hizo mucho bien sentir su mano
tomando mi brazo (como si aún me guiara) mientras andábamos por las viejas y
queridas veredas de siempre. Y está su mente. Una mente de 81 años funcionando
a pleno, dando lecciones de empatía, de claridad. Y su corazón, amplio y
profundo como siempre o más.
Compartimos recuerdos, compartimos nuestro disconformismo innegociable
contra lo que la sociedad y la cultura light,
materialista, irresponsable y egoísta propone cada día y contra los frutos de
ese modelo. Nos asombramos de las innumerables coincidencias que había entre
nuestras lecturas, nuestras ideas, nuestros sentimientos, nuestras utopías,
nuestras certezas de estos 42 años en el que no nos vimos y, sin embargo,
estuvimos tan cerca, tan entramados. Coincidencias significativas, diría Jung y
repetiría con gusto Pepe, que es un fanático de Jung, como lo es de Frankl, de
Jesús, de Buber, de la Madre Teresa. Tanta coincidencia es explicable. No hay
azar en este caso. Coincidimos porque Pepe Presti siempre estuvo adentro de mí,
en mis pensamientos, en lo que aprendí de él y en lo que llevé a mis propias
iniciativas, acciones y visiones.
Hoy es el terror de los médicos, quiere ser, como él dice, “un
paciente horizontal”, no una sombra muda aplastada por la soberbia omnipotente
de un médico. Se informa, pregunta, discute, hace sus propias propuestas, exige
que le expliquen. “Soy yo el que pone el cuerpo, después de todo”, sonríe
malicioso con esa mirada inconfundible. Gracias a eso evitó operaciones
innecesarias, encontró caminos nuevos y alentó a sus médicos a que los
recorrieran con él. En algún momento, y por una cuestión puntual, un psiquiatra
intentó encasillarlo con alguna de las etiquetas del DSM-IV (un manual muy
parecido al de ciertos electrodomésticos con el cual el establishment psiquiátrico estadounidense pretendió clasificar y
explicar, con valor de dogma, a las conductas humanas y que muchos creyentes de
todo el mundo usan sin discernimiento, sin cuestionamiento ni reflexión, como
ocurre con cualquier dogma). Pepe se
desembarazó rápidamente del profesional (que le auguraba los peores desastres
si se atrevía a hacerlo) no sin antes dejarle, “para que lea y aprenda”, un
libro de Víktor Frankl.
Sigue cuestionando la infatuada soberbia de quienes apostrofan sobre
docencia, educación y crianza sin mancharse las yemas de los dedos tocando a un
niño de carne y hueso. Propone ideas sencillas, profundas y revolucionarias
(muchas de ellas un homenaje a la sabiduría del sentido común) que aquellas
luminarias reciben con el mismo pánico con que el conde Drácula ve la salida
del sol o la presencia de un espejo. Es todavía hoy un referente para jóvenes
docentes, para religiosos, para intelectuales. Si alguna vez lo entrevistan en
el diario o la radio, sus palabras producen un terremoto de mediana intensidad.
Ha tomado en sus manos la causa de los jubilados del magisterio y está listo
para cualquier otra causa que merezca su atención y su compromiso. La edad está
lejos de ser una excusa para abdicar de sus convicciones y de sus acciones.
Lo encontré tal como lo recordaba. A través del club colegial Pepe
Presti, un profesor de Italiano y de Educación Física (“¿Cómo puede ser que
este tipo cobre lo mismo que nosotros?”, se preguntaban algunos de sus colegas,
titulares de materias “prestigiosas”) había llegado a influir en casi todas las
actividades del Colegio. Nada se le escapaba. Iba a nuestras casas,
generalmente en horas de la siesta, cuando en Santiago del Estero todo el mundo
está en su refugio, tocaba el timbre y juntaba a los padres con los hijos para
dirimir cuestiones que tanto podían referirse a conducta, como a rendimiento en
el estudio o a temas personales de los chicos. Después de cuarenta años,
gracias a ese viaje que me reunió con Pepe, me volví a encontrar con la mayoría
de mis compañeros del Colegio. Todos recordaban esto, la mayoría tenía una
anécdota personal al respecto. Varios le dijeron “Vos me salvaste la vida” o
“Gracias a aquella vez que fuiste a mi casa, hoy soy lo que soy”. Cuando se
encuentra con quienes fueron sus alumnos por las calles de Santiago (¡fuimos
tantos a lo largo de tantos años!), Pepe les da un beso en la mejilla (“Aunque
se avergüencen, semejante grandotes”, dice) y les recuerda (como me lo recordó
a mí) que son sus hijos adoptivos. O espirituales, como también gusta decir.
Nosotros, los hijos, lo tratamos con cariño, lo desafiamos con bromas, nos las
responde. Una noche de hace pocos meses, reunido con una veintena de aquellos
compañeros y con Pepe, en Santiago, compartiendo charla, vino, recuerdos,
palmadas, abrazos y asado, me abstraje por un momento, ocupé el papel de
observador, nos contemplé y pensé: “Fuimos bendecidos”. Y agradecí a quien
hubiera que agradecer. Luego, volví a la charla.
No somos sus únicos hijos. Pepe se casó con Alicia Vignau, profesora
como él, fervorosa cultora de la literatura, amante silenciosa de las palabras,
a las que honra, cuida y protege, una mujer suave y sabía. Tuvo con ella cinco
hijos: Alicia
Inés, abogada; Rafael, médico; Pablo, contador; Gabriela profesora de Inglés;
Alejandro, abogado. Y dieciséis nietos. Una noche recibí uno de los privilegios
más hermosos de mi vida: estuve en la casa de Pepe (la misma casa de la calle
Rioja en la que vive desde hace medio siglo) con todos ellos. Flotando en esa
atmósfera reparadora, dejándome mimar, me di cuenta de que todo lo que Pepe hacía
en el Colegio era la continuidad de cómo vivía en su casa, de cómo trataba a
sus hijos. En la casa de Pepe percibí lo mismo que había en el aula: amor en
actos. Es decir el amor como verbo, no como sustantivo.
Aquella noche del reencuentro con mis compañeros, entre tantos
episodios recordados volvió uno, emblemático. Pepe, cuando su función era la de
profesor de Educación Física, nos exigía que las zapatillas estuvieran limpias.
A alguno de nosotros se le ocurrió la estratagema de frotar tiza blanca sobre
las zapatillas y el ejemplo cundió. Entonces, un día, como inicio de la clase
Pepe dio, con aquella voz resonante, una orden clara y precisa: “Señores, ¡a
zapatear!”. Primero nos ganó el estupor y después nos tapo la nube de polvo
blanco que subía desde nuestros pies mientras estábamos allí, zapateando como
si se tratara de aplastar hormigas. Cuando mandó a parar, las zapatillas
mostraban la misma suciedad de antes. “Lo que quiero es que las laven, no que
las tiñan, dijo Pepe. Quiero que se esmeren por cuidar sus cosas, que conozcan
el esfuerzo. Así que, señores, la próxima vez esas zapatillas deben estar
lavadas: Y lavadas por ustedes, no por sus mamás”. Y así estuvieron. Sabíamos
que Pepe se iba a enterar de si lo habíamos hecho con nuestras propias manos o
no. Iría casa por casa a investigarlo si fuera necesario.
Así, también, una mañana, cuando sus hijos eran chicos y tras
descubrir que desobedecían la regla de no mirar televisión más allá de cierta
hora, se levantó, se vistió, cargó en sus brazos el pesado televisor familiar
que había comprado con esfuerzo, fue hasta el comercio donde lo había adquirido
y, sin más trámite, lo devolvió. Pasaría un tiempo antes de que el artefacto
regresara y fue en otras condiciones.
Ni sus hijos le perdieron amor o respeto por aquello, todo lo
contrario. Ni nosotros, sus hijos espirituales, le tuvimos un gramo menos de
cariño y de agradecimiento por episodios como el de las zapatillas. Todo lo
contrario.
¿Cómo es que vino a aparecer Pepe Presti en este libro? Confío en que
las razones estén claras. Pepe Presti dedicó su vida y lo mejor de sí a educar,
a criar, a formar, a transmitir, a legar, a guiar, a trasfundir valores e
instrumentar, a sus hijos propios y a los chicos que la vida puso en su camino,
para que pudieran crecer como seres autónomos, valorados, con confianza en sí,
capacitados para encontrarle un sentido a la propia vida. Nada fue fácil para Pepe.
Fabricó tiempo donde no lo tenía, aprendió lo que no sabía, se animó en los
territorios que le eran desconocidos, se hizo cargo, asumió su responsabilidad,
no delegó, no miró para otro lado, no hizo la plancha, jamás le tuvo miedo a
sus hijos, ni a los de sangre ni a los que fue adoptando. No temía a quienes
amaba. Aprendió de ellos lo que tuvo que aprender y les enseñó lo mucho que tuvo y tiene para
enseñar.
En una sociedad cada día más huérfana de trascendencia, de
espiritualidad, de consistencia emocional, de respeto, y honra hacia el otro,
en una sociedad en la que quienes deben criar y educar dejan, cada vez más, a
los chicos a la deriva o en manos de auténticos depredadores sedientos de
lucro, sin ética y sin moral, Pepe Presti es un emergente que genera esperanza.
Uno de tantos, sin duda. El que, afortunadamente, estuvo en mi vida. Hay, estoy
seguro, muchos Pepe Presti. Pero son muchos más los necesarios.
En la sociedad de los hijos huérfanos, Pepe Presti no dejó huérfano
a nadie, jamás. ¿Qué otra cosa se le puede pedir a un padre, a un Maestro?
Querido Pepe: misión cumplida.
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