Dos plazas
Por Sergio Sinay
Ya no es sólo la plaza del fanatismo y la intolerancia, ahora puede ser también la del consenso y el futuro. Y eso es un cambio de paradigma.
Dos plazas, dos
discursos, dos actitudes, dos miradas. La plaza de la despedida fue fiel al
estilo y al espíritu de la sombría década perdida. Un discurso atravesado por
la autorreferencia, por el resentimiento, por la ingratitud, por la
manipulación emocional. Convocando al insulto, desplegando la grosería como
marca de fábrica, recitando el relato que niega lo obvio, que escapa a la
responsabilidad y que evidencia una paranoia exasperada. Todo eso que, a fuerza
de repetirse día a día durante doce años largos y brumosos, se había convertido
en “normal”. Grandes tragedias colectivas del siglo XX se cocinaron al calor de
la naturalización del fanatismo y de la intolerancia. El discurso de la
despedida anidó el huevo de esa serpiente. Será necesaria mucha memoria y mucha
justicia para que ese huevo se pierda sin que su cascarón (que quedó
resquebrajado) se rompa y de nacimiento al monstruo. Quizás buena parte del
discurso de la despedida (a cargo de una voz que afortunadamente ya no escucharemos
en abusivas cadenas nacionales) haya estado teñido por el miedo a la justicia.
Fuera de eso, el
discurso incluyó una última promesa incumplida, una más: “A las doce de la
noche me convertiré en calabaza”. No lo hizo.
La plaza de la
bienvenida se fue llenando de a poco, hasta colmarse, a partir de la voluntad
de quienes aspiran a respirar nuevos aires, limpios de amenazas, de
descalificaciones, de mentiras seriales, de autoritarismo, de corrupción
criminal y asesina. Una plaza en la que ningún ausente fue insultado. En la
provincia de Buenos Aires y en la nación los discursos propusieron nuevos
paradigmas, apuntaron a cambios culturales. “Ustedes, ciudadanos, son nuestros
jefes, por eso les pido que nos avisen cuando nos equivocamos”, dijo la
gobernadora. “No les voy a mentir” aseguró el presidente. Parecen frases
sencillas, casi naifs. No en este país. En la Argentina, esas y otras frases de
ambos discursos, significan enormes compromisos, son en sí mismas el anuncio de
transformaciones culturales. El riesgo de pronunciarlas es enorme. Si no se
cumplen los precios serán altos.
El discurso de bienvenida
habló del futuro, planteó visiones. El de despedida volvió a falsear el pasado,
se basó en intereses egoístas y personales. El discurso de despedida volvió a
excluir, como durante doce años se excluyó a los pobres ocultándolos y
manoseándolos, se ocultó el fracaso educativo, la crisis energética, la
complicidad con el narcotráfico, la ausencia de políticas contra la trata de
personas, la inflación. Lo único que no se pudo ocultar fue la corrupción,
porque es imposible esconder un elefante en un dedal.
El discurso de
bienvenida fue inclusivo, convocó a todos (empezando por los adversarios
políticos) con fecha y hora, para tareas concretas. Y empezó por lo que todos
sabemos, salvo los necios: esto arranca con un país económicamente quebrado,
cívicamente fracturado, internacionalmente aislado y moralmente arrasado.
Justamente por eso aumenta el valor de la plaza de la bienvenida, su clima, la
voluntad de futuro y de participación, la disposición al respeto, la
predisposición a la escucha mutua. Todo eso en los ciudadanos. Y habrá que
agregarle paciencia, constancia, generosidad. Y memoria, mucha memoria, para
que los responsables no se evadan por las ventanas y las puertas traseras
(algunas de las cuales quedan lejos, en Santa Cruz). O para que no adopten
nuevos disfraces y traten de pasar inadvertidos.
La plaza de la
bienvenida se pareció mucho a la de cualquier país que hace de la democracia
una forma natural de vida y no un relato desquiciado. Ojalá se haga costumbre
hasta que ya no nos cause asombro ni temblor. La plaza de la bienvenida fue de
todos los que quisieron ir. Esa plaza, de larga historia, dejó de ser el feudo
exclusivo de la intolerancia y el fanatismo. Ya no tiene dueños. Todo un
símbolo. Y esa sí es una buena nueva.
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